Uno tiene la sensación de que la Almería que disfruté cuando era niño parecía una ciudad más acogedora, más habitable que la de ahora, donde la gente tenía más tiempo para perder el tiempo. Era una ciudad más pequeña, como un pueblo grande, donde casi todo el mundo se conocía y donde casi todo se compartía. Dormíamos hasta con las puertas de las casas abiertas, porque la verdad, tampoco había mucho que llevarse.
Entonces, éramos aún la verdadera Costa del Sol y nos dolió mucho que Málaga se apoderara de ese nombre porque aquí teníamos más sol que ellos. Hoteles no teníamos muchos, esa es la verdad, pero fondas, teníamos hasta una calle que se llamaba de las Posadas. Teníamos hasta una playa con agua caliente, la que salía de la Central Térmica del Zapillo, con un letrero bien claro y bien grande donde ponía: ‘Prohibido bañarse’, y cuanto más grande ponían el letrero, más nos gustaba a nosotros bañarnos allí. Pero nos dejaron sin Costa del Sol y nosotros, para consolarnos, nos inventamos otro eslogan que decía: “Almería, donde el sol pasa el invierno”. Y si Málaga anunciaba su título en los reportajes del Nodo, con el glamur de los extranjeros y de su jet-set, nosotros, para no ser menos, exhibíamos el nuestro en los carrillos de las pipas y los caramelos que se instalaban delante de la puerta de los cines. El sol pasaba el invierno con nosotros todos los años, pero los turistas extranjeros se iban a Benidorm y a Torremolinos, porque llegar a Almería era una odisea. Se llevaron la Costa del Sol, se llevaron el turismo, y se llevaron los cruceros, y aquí nos quedamos con el barco de Melilla. Casi todos teníamos un amigo que conocía a un camarero que trabajaba en el barco de Melilla, el mismo que nos trajo el primer reloj que tuvimos, el primer radio cassette, las bolas de queso holandés, el Whisky y las latas de mantequilla.
Teníamos un perfume oficial que nos caracterizaba, el de la Celulosa, que el viento repartía de forma generosa: si soplaba el Levante el olor de la fábrica llegaba hasta el Cañarete, y se era Poniente no había quien viviera en el Alquián. Cuando no era el humo de la Celulosa el que perfumaba nuestras calles era el carro del basurero, que por donde pasaba iba dejando huella de su presencia, o los coches de caballos cargados de turistas que iban dejando su rastro de espléndidas boñigas. “Mantenga limpia España”, nos repetían con aquel eslogan que se puso de moda en los años sesenta, mientras nuestra humilde flota de barrenderos navegaba calle por calle con sus modestas escobar de esparto y sus carrillos de lata.
En aquella época, todavía éramos una potencia en el mineral. Nos sobraba tanto que teníamos un barrio entero con las casas pintadas de polvillo rojo, y si se metía el viento del Este teníamos polvo hasta en la Alcazaba. Pero entonces no éramos tan delicados como ahora, no sabíamos lo que era una alergia y cuando nos invadía el mineral de hierro nos sacudíamos el polvo, tosíamos dos veces y seguíamos jugando a la pelota.
Teníamos el plató natural más rico de Europa y a los grandes actores del cine rodando en nuestros paisajes, pero carecíamos de un simple laboratorio donde pasar después las filmaciones diarias, nos faltaba la infraestructura para que el cine se quedara para siempre. Cuando empezaron a flaquear los rodajes seguimos mirando al turismo como tabla de salvación mientras miles de almerienses cruzaban la frontera en busca de trabajo. Aquella Almería era tan diferente que pensábamos que poniendo pegatinas en los coches ya íbamos a ganar la batalla. Quién no le colocó al automóvil aquel eslogan de ‘En Almería no serás un extraño’ o el de ‘Almería, tierra madre de la vida padre’, mientras el turismo seguía pasando de largo.
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