Me piden que escriba unas letras sobre la vida de mi familia en la torre de la Catedral de Almería, ya que mi padre era el campanero. Su nombre era Francisco Salazar Martínez. Éramos ocho hermanos, entre los que yo ocupaba el cuarto lugar: cinco hermanas y tres hermanos. Formábamos una familia humilde, pero con fuertes convicciones éticas, morales y religiosas. La gente se sorprende al oír “ocho hermanos”, porque les parece demasiados. Pero nosotros vivíamos contentos, en buena armonía, sin más problemas entre nosotros que los que puedan ocurrir hoy en, cualquier familia normal, entre hermanos que se quieren y se “chinchan”. Como botón de muestra, les diré mi experiencia personal: cuando se casó la primera de mis hermanas, me pareció que la casa se quedaba vacía; esa era mi sensación personal, aunque aún quedábamos siete hermanos.
El hecho de ser mi padre el campanero se debe a tradición familiar, aunque no sé desde cuándo; pero sí sé que han sido varias generaciones. Mi padre, según he oído siempre, nació en la torre el día 1 de septiembre del año 1908. Cuando alguna vez, a instancias de mi madre, pensaba dejar la torre, su hermano Cleto, mi tío, le aconsejaba que no lo hiciera, ya que era una tradición familiar que no convenía abandonar.
¿Cuándo y cómo empezó a ser el campanero? Según contaban tanto mi padre como mi madre, él era peluquero y, aunque vivía en la torre con sus padres, tenía su peluquería propia en la calle Mariana; peluquería que tuvo que dejar a raíz de la guerra civil. En el año 1944, año en que yo nací, se presentó en Madrid a unas oposiciones para el “Cuerpo de Porteros de Ministerios Civiles” (hoy desaparecido dicho Cuerpo), ejerciendo en Almería en el Instituto Nacional de Enseñanza Media, en Correos y en la Delegación de Hacienda, donde se jubiló. Cuento todo esto para indicar que el ser campanero no era un “modus vivendi”, sino una manera de servir a la Iglesia y mantener la tradición familiar, que duró hasta diciembre de 1968.
Para que pudiera ser nombrado campanero hubo de someterse a un examen. Además de demostrar, con su vida, esos convencimientos religiosos, era necesario tener los conocimientos necesarios sobre la liturgia de la Misa y del Oficio divino que los canónigos cantaban cada día, mañana y tarde, en el Coro de la Catedral. A las campanas no solamente había que hacerlas sonar, sino que había que hacerlas hablar, pues no es lo mismo un toque de gloria que uno de difuntos o de fuego. Había que trasmitir los sentimientos propios del momento.
Los toques normales de un día cualquiera entre semana eran los siguientes: Por la mañana, anunciando el comienzo del coro y de la Misa conventual. A las 12, toque del Ave María anunciando el rezo del Ángelus. Por la tarde, anunciando el comienzo del coro. Por la noche, toque de Ánimas.
En las solemnidades se “echaban las campanas al vuelo”, es decir, se volteaban varias campanas, haciéndolas sonar a gloria (siempre se tocaban con cuerdas desde abajo). Y, si se rozaba o se atascaba una cuerda, había que subir rápidamente y dar los toques a mano.
Para las misas de difuntos “doblaban las campanas”, es decir, se tocaba a badajo con cuatro campanas distintas, combinando los distintos sonidos, que ciertamente imponían y reflejaban la seriedad del momento.
Y finalmente, para que todo funcionara correctamente en el momento oportuno, era necesario un mantenimiento riguroso y seguro, que consistía en engrasar los rodamientos en los brazos de la campana para el volteo. Igualmente había que asegurar el roce del badajo con el enganche situado en el fondo del vaso de la campana; esto se conseguía con tiras de cuero sin curtir, alambre galvanizado y cuerda fina.
Hay otro aspecto en la vida de la Torre de la Catedral, aunque sin relación directa con el oficio de campanero, que nunca ha aparecido en escrito alguno, ni en entrevistas radiofónicas, como es el de hacer las obleas, que se servían a las confiterías para la presentación del alfajor. Estas obleas se hacían con unos moldes de hierro en forma de tijera, y que terminaban en dos planchas de cobre. Les puedo asegurar que la masa del alfajor quedaba bien presentada y muy rica. También mi madre hacía la masa, pero solamente para la familia.
Si este breve escrito ha servido para que las personas que viven en Almería conozcan lo que fue la vida en la Torre de la Catedral en tiempos pasados, ¡Bendito sea Dios!
Mi segunda intención para decidirme a escribir estas letras, es para que sirvan de homenaje póstumo al Campanero, mi padre, que durante muchos años sirvió a la Iglesia en este menester, con gran interés y dedicación; y nos lo enseñó a nosotros, sus hijos, para que lo hiciéramos con el mismo interés y dedicación, y con criterio religioso, durante el tiempo que hemos vivido, con sano orgullo, en la Torre de la Catedral.
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