Hace treinta años, cuando se empezaron a derribar las casuchas de San Cristóbal y el ayuntamiento estaba a la espera de la revisión del Plan General de Ordenación Urbana para iniciar el proyecto de convertir los alrededores de la Alcazaba en zonas verdes, uno de los primeros pasos que se dieron en aquella manzana fue hacer desaparecer la calle de Toledo. En marzo de 1994 se llevaron a cabo los desalojos para poder continuar después con el derribo de las viviendas que formaban un arrabal a los pies de las murallas. La calle de Toledo estaba formada por pequeñas viviendas, algunas en estado ruinoso, donde todavía vivían las últimas familias que se resistían a abandonar el barrio. La calle conservaba su aspecto primitivo de lugar dejado de la mano de Dios que nunca conoció el asfalto ni el alcantarillado, ni tampoco vio pasar jamás el camión de la regadora ni el carro del barrendero. Aquella calle estaba a treinta metros del ayuntamiento, pero vivía condenada a un olvido voluntario porque era una calle sospechosa, lugar de paso hacia el corazón del barrio de las mujeres de la vida.
Aquel rincón tan perdido del mapa, tan ajeno al callejero oficial de la ciudad, tenía el encanto de los lugares prohibidos y nuestras madres siempre nos advertían que no echáramos por allí porque siempre estaba a oscuras y siempre había alguna mujer en la puerta buscando que apareciera un cliente, aunque fuera un adolescente con ganas de aventuras. La callejuela, aunque era muy pobre y no tenía ningún atractivo, también tenía sus días de gloria que eran los domingos cuando los soldados del campamento de Viator la llenaban de vida de camino hacia sus romances de diez minutos. Aparecía como sacada de un cuento, al final de la calle del Pósito, sobre la cuesta que formaba la ladera del cerro. Era la calle de Toledo, con su suelo de tierra y piedras, con sus casillas que se mantenían en pie sobre las rocas como un equilibrista encima del alambre. Era sorprendente comprobar cómo resistían a aguaceros y temporales y como se mantuvieron firmes, agarradas al cerro, hasta que la pala las echó abajo. Cada vez que llovía más de la cuenta los vecinos del barrio se hacían la misma pregunta: ¡”Cómo no se vienen abajo las casas’”. Era asombroso que siguieran en pie, llenas de humedad y sujetas de puntillas sobre las piedras.
Aquel pequeño suburbio se ha transformado ahora completamente, convirtiéndose en el acceso principal hacia el nuevo Parque de la Hoya. De las antiguas casuchas que trepaban por las piedras del cerro solo queda la huella de pintura que permanece grabada en las rocas y nada más. Quizá falta imaginación en este ayuntamiento donde levantas una piedra y sale un asesor o un técnico, porque a nadie se le ha ocurrido, ahora que tanto ha cambiado la zona, habilitar un espacio donde el visitante pudiera comprobar el cambio, viendo cómo era este barrio de Almería hace medio siglo y cómo está ahora. En esos grandes espacios que han quedado libres en la entrada de la Hoya se podrían colocar panales con fotografías de lo que era la calle Pósito, la de Toledo, la mítica calle de la Luna, la cuesta de la calle de la Viña, el barrio que bajaba desde San Cristóbal y aquellas casas que llegaban hasta los pies del torreón de levante de la Alcazaba. Ya tenemos un gran parque, un escenario del que sentirnos orgullosos, pero como ocurre en esta querida ciudad, al pasado le hemos echado un puñado de tierra para que nadie vea nuestras miserias.
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