Cuando en 1948 se inauguró el nuevo colegio de las Hijas de Jesús, en el malecón de allá del viejo cauce, la Rambla era aún la frontera que separaba la ciudad de la Almería rural que representaba la vega.
Desde el ayuntamiento, a pesar de las restricciones y de la precariedad de las arcas, se dieron pequeños pasos para acercar la Rambla al centro, para que perdiera esa condición de lugar remoto y fronterizo. Se construyeron pasarelas para comunicar los dos andenes, se incrementó la vigilancia en la zona, estableciendo multas para todo el que abandonara un animal o depositara basura, y a la vez emprendió la repoblación forestal con la implantación de 3.800 moreras traídas de Murcia y Orihuela. En el invierno de 1943 se inició la plantación masiva a cargo de una centuria de Aprendices y otra de Rurales de las Falanges Juveniles de Franco. Las moreras de la dictadura humanizaron la Rambla y llenaron de niños aquellos parajes desiertos. Ese crecimiento urbano y moral de la Rambla alcanzó sus cotas más altas unos años después, cuando en 1948 se terminó de construir el nuevo colegio de las Jesuitinas, que iba a cambiar la vida de toda aquella manzana entre el centro y la vega.
El nuevo colegio formaba parte de una vieja aspiración que guió la vida de las Hijas de Jesús desde que en septiembre de 1944 llegaran por primera vez a Almería y establecieran su escuela de forma provisional en la calle de la Reina y el Paseo de San Luis. La idea de un solar amplio donde poder levantar una escuela mayor con instalaciones modernas, fue una obsesión permanente. Así se lo hicieron ver a don Enrique Delgado, Obispo de Almería, que les ofreció a las religiosas un terreno de la Iglesia, situado al otro lado de la Rambla, donde años antes se levantó la ermita de San Antonio.
Las monjas fueron a visitar el lugar y les gusto ese rincón tan aislado y a la vez tan pegado a la ciudad, pero les pareció pequeño, por lo que pensaron en la posibilidad de adquirir una magnífica huerta que lindaba con el solar que les ofrecía el Obispo. El paraje se llamaba la Huerta de San Diego y era una hermosa finca de más de seis mil metros cuadrados de terreno, con casa-cortijo, pozo y balsa, propiedad de doña Rosa Callejón.
El 26 de abril de 1946, tras varios meses de negociaciones, se reunieron en la casa del notario don Francisco Díez, la dueña del terreno, doña Rosa Callejón, con el abogado que representaba a las Jesuitinas, don Rogelio Pérez Burgos para formalizar la venta y cerrar la escritura.
El 27 de octubre estaba previsto que se iniciaran las obras del nuevo colegio de las Hijas de Jesús. La tarde antes, la Madre Superiora, en compañía de dos hermanas y del capellán, se presentaron en el solar para bendecirlo de forma privada. El sacerdote bendijo una piedra que fue enterrada junto con una medalla del Sagrado Corazón y una reliquia de la madre fundadora, “para que todo se vaya resolviendo a la mayor gloria de Dios”, escribió la Superiora.
Los trabajos no pudieron empezar hasta dos meses después, debido a las dificultades que se presentaron para poder conseguir la vigas de hierro. Fueron dos años de trabajo que culminaron en el verano de 1948. El 14 de agosto comenzó el traslado desde la calle de la Reina a la nueva instalación en el margen de levante de la Rambla. Al día siguiente, festividad de la Asunción de la Virgen, se celebró la primera misa en el nuevo Stella Maris, oficiada por el Padre Reina.
El colegio de las Jesuitinas iniciaba una nueva etapa. Por fin tenían el edificio que querían, con espacio suficiente para levantar un gran centro educativo, aunque el lugar estaba aún por urbanizar. Durante los primeros meses no tenían luz en la calle ni una pasarela para poder llegar al colegio atravesando la Rambla. Eran días de gestiones constantes para mejorar las instalaciones y el entorno. También fueron momentos de lucha para conseguir el puente que les había prometido el ayuntamiento y para impedir que en el solar lindante se instalara la fábrica de celulosa que tanto ansiaba la ciudad para crear puestos de trabajo.
En octubre de 1948 empezaron las clases de segunda enseñanza con 141 niñas matriculadas en Bachillerato. Además de las aulas, el colegio disponía de espacios destinados al recreo y de una hermosa huerta donde las monjas sembraban patatas y maíz. Disponía de un almacén con un depósito de tres mil litros de aceite y un corral donde criaban gallinas, conejos y cerdos. También era un lugar venerado, por lo que el día se su inauguración las monjas llamaron al capellán del colegio para que bendijera a las gallinas y a todos los animales, que también eran hijas de Dios.
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