Los domingos de antes empezaban temprano, cuando los adolescentes todavía no se pasaban el día de fiesta durmiendo la juerga de la madrugada anterior y era costumbre organizar excursiones cercanas antes de que el sol empezara a calentar.
Recuerdo aquellas salidas con alma de viaje que se organizaban a veces por la carretera del Cañarete, cuando los muchachos atravesaban a lomos de sus bicicletas aquellas curvas infinitas que serpenteaban entre la montaña y el mar. Entre los lugares favoritos de los jóvenes estaba el paraje de El Palmer, que además de ofrecer unas vistas espectaculares de la costa tenía el aliciente de su playa escondida, refugio de anacoretas y pescadores. Llegar hasta allí en bicicleta era una aventura, sobre todo en los primeros sesenta cuando el camino empezó a convertirse en carretera y el tráfico llenó de peligros cada curva.
Antes de que aparecieran en escena los turistas y los primeros promotores, El Palmer era la guarida perfecta de los que querían alejarse del mundo y disfrutar del mar con toda su fuerza. Era un lugar propicio para la pesca submarina y para echar la caña al agua desde las rocas y ver la vida pasar mientras el sol iba marcando las horas.
El destino de El Palmer empezó a cambiar cuando en abril de 1961 nos visitó el asesor técnico del Banco Mundial, Kurt Kragf, un experto en descubrir nuevos horizontes, que llegó acompañado de uno de los jefes de la Dirección General de Turismo, José María Cano. Venían a valorar las posibilidades turísticas de Almería para ser incluidas en el estudio general que se estaba realizando en toda España. Cuando los dos enviados regresaban a Granada, por la carretera de Málaga, se detuvieron para apreciar el interés turístico de los parajes de El Palmer y Aguadulce.
En septiembre de 1963, más de dos años después de aquel descubrimiento, la Comisión Perramente municipal le dio luz verde al proyecto de realizar un complejo turístico en la zona para lo que era necesario un plan especial de ordenación urbanística de todos los terrenos situados entre los parajes de El Palmer y La Parra.
Al año siguiente, el ministro Fraga visitó el lugar para dar el visto bueno y permitir que los trabajos de urbanización empezaran a ejecutarse. La promotora inmobiliaria Casarama-España levantó los primeros chales mientras se terminaban las obras para llevar el agua potable hasta este nuevo polo de atracción turística. La conducción se hizo desde Aguadulce, a través de casi cuatro kilómetros de tuberías. En el mes de julio de 1966 llegó por fin el agua potable a la urbanización La Parra.
La olvidada playa de El Palmer y su entorno comenzaban a poblarse de visitantes, entre ellos, los primeros turistas que encontraban allí la tranquilidad que empezaba a perderse en otras playas del litoral mediterráneo. En El Palmer uno tenía la impresión de estar siempre solo, de poder disfrutar de un lugar que conservaba aún un halo paradisiaco: la fuerza de la montaña, la austeridad de las rocas que caían sobre el agua y la presencia de un mar que cambiaba de color y de aspecto según la hora del día.
Poco a poco, aquella paz primitiva empezó a alterarse. Los primeros chalés, el agua potable y el primer restaurante que se instaló a pocos metros de la playa para convertirse en un centro de atracción principal para excursionistas y domingueros.
En la primavera de 1968 volvió el ministro Fraga a pisar El Palmer, en esta ocasión para inaugurar el restaurante con capacidad para 250 comensales y una gran piscina con cinco calles, además de una terraza espectacular sobre más de mil metros cuadrados de terreno. Eran los años finales de la década de los sesenta y el viejo camino del Cañarete era ya la Carretera de Aguadulce, donde no paraban los trabajos, donde las voladuras eran continuas para adecentar una calzada que seguía siendo la más peligrosa de la provincia, donde más accidentes de tráfico ocurrían.
La eclosión turística de aquellos parajes y de la zona de Aguadulce y el poniente pasaba irremediablemente por hacer una carretera digna que no fuera una odisea constante.
La mejora del camino puso de moda ir a comer al restaurante de El Palmer, aunque la playa no fuera de las mejores por culpa de las malditas piedras de la orilla. Pero el avance era imparable y la apuesta definitiva. A comienzos de los años 70 se empezó a construir sobre el llano de un promontorio, el Hotel la Parra, un gigante de acero que echó a andar en 1974 con sus cuatro estrellas y el gran aliciente de la piscina ubicada bajo el hotel, desde donde se disfrutaba de unas vistas impresionantes de la bahía. Ese mismo año, el restaurante de la playa amplió sus instalaciones para unirse a la fiesta.
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