En el corazón del antiguo barrio de Jaruga, en los amplios terrenos de lo que en otro tiempo fue el campo de Regocijos, nació en los años veinte el llamado Paseo de Versalles, que siempre quiso ser el segundo paseo de la ciudad aunque nunca llegó a alcanzar esta condición.
Por su situación estratégica podía haberse convertido en la prolongación hacia el norte del entonces Paseo del Príncipe, pero le faltaba una salida natural hacia el sur para que la calle desembocara libremente en la Puerta de Purchena. Esta fue una vieja aspiración de la ciudad que empezó a tomarse en serio allá por 1929 cuando en el Ayuntamiento ya se hablaba de la necesidad de expropiar las casas que taponaban el Paseo de Versalles para que Almería tuviera una hermosa avenida que la recorriera desde el Barrio de la Caridad hasta la Plaza Circular.
Fue en el mes de marzo de 1930 cuando la Comisión Permanente designó a los concejales Bustos, Roche y Granados para que realizaran un estudio riguroso sobre la posibilidad de unir los dos paseos de la ciudad, el del Príncipe y el de Versalles. Por aquellos años el Paseo de Versalles ya había cambiado de nombre. El municipio decidió dedicarle la calle al ilustre médico almeriense Rafael García Langle, fallecido en 1919 en plena juventud. El doctor Langle, médico de la Beneficencia municipal y profesor auxiliar de la Facultad de Medicina de Madrid, había dejado una profunda huella en los almerienses por su entrega absoluta a la profesión, por su altruismo a la hora de ayudar a los más necesitados y por sus heroicas actuaciones en episodios tan duros como los que vivió la ciudad en la epidemia de gripe del año 1918. En los barrios extremos, en la zona del Hoyo de los Coheteros y de las Tres Marías, las familias recordaban a Rafael García Langle como un enviado del cielo cuando penetraba hasta el interior de las cuevas más inmundas para intentar salvar la vida o aliviar la muerte de los enfermos de tifus.
Su pérdida fue un duro golpe para la ciudad, que lloró colectivamente su muerte despidiéndolo en un acto multitudinario que paralizó la vida de los almerienses durante dos horas. Para que su recuerdo quedara para siempre en la historia de la ciudad, las autoridades tomaron la decisión de que el Paseo de Versalles llevara el nombre del querido doctor.
Después llegó la guerra civil que tantos proyectos se llevó por delante y aquella vieja aspiración de unir los dos paseos se fue quedando en un segundo plano. Mientras tanto, el Paseo de Versalles siguió urbanizándose con la llegada de nuevas familias alentadas por la construcción de los primeros edificios modernos. En 1960 la calle contaba ya con 88 vecinos que habitaban las poco más de treinta viviendas que formaban la avenida, todas ellas inscritas en el padrón municipal en números impares. A medida que la calle fue ganando prestigio y sumando vecinos surgió de nuevo el proyecto de convertirla en un gran paseo dándole salida por el sur hacia la Puerta de Purchena y a través de ella unirla con el Paseo, que en aquel tiempo estaba dedicado al Generalísimo.
Por fin, en el Pleno Municipal de mayo de 1969, se aprobó iniciar los primeros expedientes de expropiación que marcaron la actualidad urbanística del distrito durante los primeros años de la década siguiente. El derribo del edificio de la ferretería Vulcano y el grupo de casas que taponaban la salida hacia el sur del Paseo de Versalles empezaron a convertir en realidad el viejo sueño de esa gran avenida que partiendo del Barrio de la Caridad llegara el Boulevard.
El Paseo de Versalles, bautizado después como calle del doctor García Langle y en la democracia como Avenida de Pablo Iglesias fue creciendo hasta convertirse en una de las arterias principales del centro de la ciudad.
Para varias generaciones de niños, aquel escenario tuvo la magia de sus salas de cine. Allí estuvo el cine de verano Versalles, que aunque contaba con licencia desde 1925, no empezó a funcionar como terraza cinematográfica hasta el verano de 1936, de la mano del empresario Ángel Vértiz Espinar. Fue en los años de la posguerra, ya con el nombre de terraza Imperial, cuando aquel recinto al aire libre se convirtió en uno de los espacios de culto de los almerienses.
Todos llevamos en la memoria el recuerdo de aquel inmenso patio de sillas con capacidad para 800 espectadores, con su suelo de tierra que se mojaba todas las noches para evitar el molesto polvo, con aquellas sillas de enea que le daban al lugar un aire como de salón de casa; con el agujero de la cabina donde se intuían los ojos y las manos de Galindo, el operador que iba preparando el rollo de la película para que nada fallara; y al fondo, con la caseta del ambigú, donde un empleado iba colocando las botellas de refrescos en medio de las barras de hielo para que estuvieran frías a la hora del primer corte.
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