El clásico camarero de toda la vida

Había camareros que se hacían eternos en su puesto y envejecían en el mismo negocio

Al fondo, Paquito ‘el Manzanilla’, uno de los camareros clásicos de la Almería de los años 50 y 60.
Al fondo, Paquito ‘el Manzanilla’, uno de los camareros clásicos de la Almería de los años 50 y 60. Eduardo de Vicente
Eduardo de Vicente
09:16 • 29 ago. 2024

Los camareros de antes llevaban el oficio grabado a fuego y estaban tan integrados en su papel que nunca dejaban de ser camareros, aunque estuvieran de vacaciones. Llegaban a la profesión siendo niños, muchos de ellos cuando apenas alcanzaban a poner una cerveza encima de la barra hasta que iban creciendo, escalando peldaños desde el escalafón más bajo. 



Los camareros de antes tenían cierto aire militar, con aquellos uniformes en perfecto estado de revista que el cliente valoraba como un signo de distinción del establecimiento. Hoy entras a un bar y te puedes encontrar a los camareros vestidos como si fueran a pasar un día de playa con la familia, envueltos en un desaliño hiriente. Los camareros de antes se hacían eternos y sobrevivían a varias generaciones: ellos nos veían crecer y nosotros íbamos asistiendo domingo tras domingo al paso inexorable del tiempo que terminaba en ese juicio final que para un camarero profesional era la hora de la jubilación. 



Uno de aquellos camareros de los pies a la cabeza fue el querido Paquito ‘el Manzanilla’, toda una institución en la hostelería almeriense de su tiempo. Se llamaba Francisco Alonso Victoria, pero casi todos los conocían por el apodo que le colgaron cuando una enfermedad crónica lo convirtió en una consumidor habitual de manzanilla, la milagrosa infusión que tanto le aliviaba sus problemas de hígado. Decían que era camarero hasta cuando estaba durmiendo y que jamás tuvo un mal gesto con un cliente, ni una mala cara, ni un encontronazo con el  jefe o con los compañeros.  Nunca tuvo vacaciones y si alguna vez faltó a su puesto de trabajo fue por motivo de causa mayor, como cuando en octubre de 1966 se rompió la clavícula en un choque de motocicletas en la Puerta de Purchena. Pasó por la vida dando ejemplo de bondad, de hombre humilde que ejerció su oficio con la mayor dignidad. No conoció otro camino que el que le llevaba de su trabajo a su casa, allá por el Barrio Alto. 



De su infancia contaba que nació en Benecid, una barriada de Fondón,  junto al nacimiento del Andarax. Su madre, Josefa ‘la Manca’, era su sombra permanente, la que velaba para que el niño tuviera  cuidado cuando en los veranos iba a bañarse al río, cuando cruzaba el valle para cazar pájaros, cuando se entretenía más de la cuenta correteando por las calles a la salida del colegio,  Su padre, Fernando ‘el Pelirrojo’, murió en 1934, cuando Francisco tenía doce años. Por aquellos años el pueblo empezaba a quedarse vacío. El esplendor minero de otros tiempos quedaba lejano y el paro y la falta de expectativas obligó a muchas familias a emigrar a la ciudad. 



Tras la muerte del padre, Francisco, junto a su madre y a sus dos hermanas, se trasladó a Almería donde tuvo que hacer frente a la etapa más dura de su vida. Fueron los años de la guerra civil, días de sufrimiento constante, del temor de no saber qué sería de ellos al día siguiente. Miedo permanente, hambre, miseria, recuerdos que quiso olvidar y de los que nunca hablaba para no hurgar en esa profunda herida que le quedó en el alma. 



Después de la guerra siguió el hambre y llegó el estraperlo, el echarse a la calle para buscarse el pan por las esquinas. Había que salir adelante como fuera y cada mañana, cuando atravesaba la puerta de su casa con la única intención de buscar alimentos para poder comer ese día, no tenía otro consuelo que Dios, la esperanza que llevaba siempre consigo, su eterno compañero de camino al que tuvo presente hasta el día de su muerte.



Cuando tenía veinte años le llegó su primera oportunidad laboral. Don José Tara Hernández, propietario del Café Español, le ofreció un puesto de camarero y allí empezó a trabajar. Su paso por el Café Español fue corto. Su fama de camarero eficaz, trabajador ejemplar y hombre honrado hicieron que don José Jiménez, propietario del bar Los Espumosos, se interesara por sus servicios y como ocurre en el mundo del fútbol, lo fichara para su establecimiento. Allí se pasó media vida, haciendo amigos, ganando clientes. Allí fue donde lo bautizaron como Paquito ‘el Manzanilla’.



Él siempre estuvo muy orgulloso de su profesión, de haber pertenecido a las plantillas de camareros de dos establecimientos tan importantes, y también de haber tenido la familia que siempre había soñado y la compañera perfecta. Cuando cumplió cincuenta años de matrimonio se volvió a casar con su mujer,  con la satisfacción de contar con la bendición Papal, detalle que para un creyente convencido como Francisco fue una de las grandes alegrías de su vida. 


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