La belleza perdida de Almería

En 1957 los americanos fotografiaron los encantos de la ciudad desde el cielo

Almería en 1957, con sus casas de planta baja, sus azoteas, sus calles estrellas y su vida de pueblo.
Almería en 1957, con sus casas de planta baja, sus azoteas, sus calles estrellas y su vida de pueblo. La Voz
Eduardo de Vicente
20:17 • 01 sept. 2024

Es verdad que la ciudad se había empobrecido durante la guerra y que muchos de sus edificios habían quedado dañados. Es verdad que formábamos parte del pelotón de cola de España, como una de las villas más deprimidas económicamente de la época, que nuestras comunicaciones estaban ancladas un siglo atrás y en las calles de los arrabales sobraba el polvo y faltaba el agua, ese agua potable que no llegaba a las viviendas.



A pesar de sus incuestionables carencias, a pesar de sus cicatrices, Almería destacaba por ese mágico contraste entre la miseria y la belleza que con tanto talento supieron plasmar artistas como Perceval y Siquier. Era una ciudad herida, es verdad, pero que no había perdido ese hechizo que le daban sus barrios de calles estrechas y casas blancas de azoteas concebidas para mirar al mar, ni el señorío que le daban sus avenidas más importantes, entre las que destacaba, por encima de todas, el Paseo, con sus árboles centenarios, sus viviendas burguesas que contaban el esplendor de tiempos pasados y sus ilustres cafés por donde pasaba la vida de la gente a diario.



Teníamos la Alcazaba que nos llenaba de grandeza y nos vigilaba desde el cerro como un centinela. Teníamos los restos de la muralla que llegaban al Cerro de San Cristóbal, ese extraño arrabal donde se daban la mano la historia y las penurias.



A finales de los años cincuenta, esa Almería mediterránea, moruna y burguesa estaba a punto de perder su esencia. Cuando en 1957 los aviones americanos fotografiaron Almería desde el aire para regalarle al Gobierno de Franco un completo estudio cartográfico de nuestra topografía, desconocían que estaban retratando el final de una época. La ciudad pintoresca, de casas de planta baja y terraos, con una extensa Vega rodeándola, estaba a punto de agonizar. La nueva década iba a traer el brutal Desarrollismo que se llevó por delante el alma de la ciudad. A partir del pleno municipal de 1962, donde se modificaron las Ordenanzas de 1950, se dio luz verde para permitir más altura en las nuevas edificaciones, dejando el terreno abonado para que arquitectos y promotores destrozaran el paisaje urbano.



La Almería del vuelo americano conservaba aún su espíritu de aldea mediterránea formada por barrios antiguos de viviendas bajas, con callejones estrechos para defenderse del sol y plazas acogedoras a modo de ágoras.



La ciudad había comenzado ya a ganarle terreno a la Vega con los nuevos barrios que el franquismo construyó junto a la Carretera de Ronda y en la zona del Tagarete, pero en esencia seguía teniendo la personalidad y la belleza que había deslumbrado a artistas como el escritor Gerard Brenan. Aquella Almería previa al Desarrollismo era la ciudad de los terraos, la parte más importante de la casa después de la cocina. Los terraos eran el desahogo de las viviendas, donde las



familias se refugiaban de la humedad del invierno y del calor sofocante de las noches de verano.



La Almería del vuelo americano, además de ser la ciudad de los terraos, fue la ciudad de los carros y las bicicletas. En carro pasaba el vendedor de los manojos de alfalfa que se le echaban a los conejos, en carro se hacían los repartos de las tiendas y en carro transportaban la arena y los ladrillos a las obras. Cada madrugada, los vegueros traían sus carros cargados de verdura a la alhóndiga y desde el puerto subían hasta la Plaza los carros de los vendedores de pescado.


Ese año de 1957 el ayuntamiento sacó un impuesto de bicicletas y carros “en concepto de rodaje o arrastre por vías municipales”, para sacarle los cuartos a sus propietarios. Cuando pagaban la tasa les daban una placa que tenían que colgar en el vehículo si no querían ser multados.


En carro llegaba de noche el limpiador de los pozos negros. Casi todas las casas tenían en el patio interior un agujero donde se iban acumulando los excrementos y que había que sanear todos los meses para que no reventara bajo el suelo. Cuando el carro cargado de heces atravesaba las calles, iba dejando un olor putrefacto que obligó al ayuntamiento a tomar medidas. Por eso se aprobó, en 1957, la instalación de un servicio municipal para la limpieza de los pozos negros, con normas de higiene de obligado cumplimiento.


En aquellos tiempos todavía la ciudad se quedaba sin luz cuando se metían los temporales y sus calles se convertían en un desierto cuando apretaba el calor y reinaba el levante. Ese verano se mejoró el servicio de la regadora, un camión con una cuba de agua que recorría los barrios mojando sus calles, y se ordenó el embellecimiento de fachadas con cal o pintura.


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