Es una frase hecha -la dejó escrita, por ejemplo, Flaubert en Madame Bovary y casi seguro que antes aún Homero en La Iliada- pero no por eso menos certera: el corazón de una mujer -o de un hombre- esconde enigmas que se van con ellos a la tumba. Nadie sabe por qué -solo ella y ya no está (y quizá tampoco lo supiera)- pero una anciana almeriense se acaba de ir al otro mundo después de morar 37 años ininterrumpidos en un asilo, la residencia del Zapillo, un récord a nivel andaluz.
Casi media vida entera pensionada en una casa prestada, en una cama prestada, en un comedor prestado, con unos compañeros prestados. La protagonista de esta hazaña camaleónica fue Adela Aguilera Vargas, una almeriense del barrio de Pescadería que en 1987, con apenas 60 años -la edad a la que algunos aún van a bailar todos los fines de semana- hizo la maleta y se enclaustró en una residencia. Primero fue la de Armilla, en Granada, y luego, desde 1992 hasta que falleció hace unos días, en la del Zapillo. Adela ingresó en ese establecimiento público, enhiesto como una palmera de cemento, en el lugar que estuvo el Hotel Alcazaba, cuando acababa de ser donado por el empresario e inventor alhameño José Artés de Arcos al Instituto Andaluz de Salud para su reconversión en centro de mayores.
Después, en 2007, Adela fue testigo de la demolición del edificio antiguo y la construcción del actual centro. Durante casi cuatro décadas ha conocido a todos los directores, gobernantas y trabajadores que han pasado por esa instalación. Vio llegar a empleados jóvenes, llenos de ilusión, y cómo con el paso de los años se iban jubilando, mientras ella permanecía allí; conoció a decenas de compañeros que se han ido quedando en el camino y sobrevivió a la condena del Covid, que tanta vida se llevó consigo también en esa residencia de más de un centenar de internos.
Adela nació en la Almería antigua, frente a la bahía, viendo los barcos de vela y el trajinar con los barriles de uva desde su ventana. Su padre tenía una almazara que era entonces un próspero negocio porque el aceite se pagaba bien. Ella ayudaba a venderlo en garrafas o en cuarterones por las calles del barrio y por los bares y tiendas. Durante la Guerra, aún siendo una niña, cuidaba de su hermano pequeño, lo que más quiso siempre en este mundo, y se escondía con él en los refugios cuando oían la sirena de Oliveros. Gracias a la amistad de su padre consiguieron refugiarse en los meses más crudos del conflicto en una casa cueva de Alhama.
A su padre, por una firma mal echada, le embargaron la almazara y ella aprendió el oficio de modista con una habilidad especial, confeccionando toda la ropa de la familia. Marchó a Madrid y durante un tiempo trabajó en una taller de costura dado nueva vida a chaquetas y prendas desgastadas por el uso. Hasta que decidió embarcarse en una nueva aventura y marchar a Palma de Mallorca, a trabajar en los hoteles turísticos donde llegó a ser gobernanta. Fueron sus años más felices, contaba Adela en la residencia a sus compañeras y a sus cuidadoras; años en los que sintió el aire de la libertad, en los que ahorró mucho dinero, en los que se enamoró y se desenamoró, en los que sufrió en sus carnes el desengaño y la pena por lo que pudo haber sido y no fue y por lo que dijo que nunca más estaría con un hombre y así lo cumplió: Adelita nunca fue de nadie mujer, aunque le comprasen un abrigo de seda o la invitasen a bailar al cuartel. Por eso, se enfadaba como una demonia cuando a la hora de las comidas, de vez en cuando, alguna interna le preguntaba que por qué nunca se había casado, por qué no había tenido hijos. “Porque no me sale del chichi”, zanjaba con contundencia castiza.
Tenía sus prontos y a veces había periodos en que se encerraba como un caracol en su concha y no salía de la habitación. Pero cuando se sentía confortada, hablaba y hablaba sin parar de sus vivencias, de sus compañeras de costura, de sus pretendientes, de sus andanzas en Mallorca, con aquellos turistas iniciáticos, con aquellos rubios alemanes que llegaban buscando botijos y burros por la calle.
Se fue quedando ciega, Adela, y se fue aturdiendo, a pesar de haber visto mucho quería seguir viendo más. Ya dejó de poder alquilarse un apartamento en Las Negras con una amiga para el mes de agosto, ya dejó de ir a ver a su hermano pequeño -el que quiso con toda su alma- hasta el barrio de la Bola Azul. Se fue enclaustrando aún más. Pero, a pesar de vivir casi cuatro décadas en una residencia, Adela, esa mujer tan extraña de Pescadería, siempre se sintió libre, como el Conde de Montecristo en la prisión de la isla de If.
Quizá su secreto para vivir tanto y con cierta ilusión fuese su disciplina franciscana. Se alimentaba muy bien. No comía mucha cantidad, pero no despreciaba nada, la carne, el pescado, la verdura, los espaguettis. Pero como a casi todos los ancianos, lo que más le privaba era el helado, esas tarrinas de nata o de vainilla que le ponían a veces en el postre y que le endulzaban la tarde.
Adela se levantaba muy temprano, a las 7 de la mañana, se aseaba, se domaba el pelo con unas horquillas frente al espejo de su cuarto, se vestía, desayunaba leche con galletas mojadas y se iba a hacer gimnasia. Por las tardes paseaba hasta que pudo y los fines de semana solía cantar en el coro, tenía buena voz, recordando coplas antiguas de Estrellita Castro y Concha Piquer.
Esa fue su vida, la vida de Adelita, una almeriense del montón pero genuina como el Winston, esa Adelita que nunca se fue con otro, que siempre se sintió libre, aunque viviese casi la mitad de su vida enclaustrada en un asilo frente al mar del Zapillo; esa fue la vida de esta almeriense extraña, anónima, que ha batido un récord de permanencia voluntaria en la escafandra de una residencia, dueña siempre de su destino.
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