Entre la calle del Reducto, que era la más habitada de la manzana, y la Plaza de Pavía, que era el lugar de encuentro de los vecinos y el núcleo de la vida comercial, aparecían una serie de calles que formaban la cuesta que llegaba a los pies de la Alcazaba, donde reinaban las calles del Encuentro, la de Fernández y la ladera del Mesón Gitano.
Las dos calles con mayor pendiente eran la de Arquímedes, donde estaba el popular Cine Pavía, y la calle de Galileo, famosa por sus peluquerías. Cuando venía un temporal de lluvia, que al menos solía ocurrir un par de veces al año, el agua que bajaba de la Alcazaba y su cerro, cargada de tierra, atravesaba como un torrente estas dos avenidas buscando el desahogo de la Plaza de Pavía. Cuando aún no había llegado el alcantarillado los vecinos tenían que tapar las puertas de las casas con maderas y baldosas para que evitar que el agua entrara hasta el comedor.
A finales de los años cincuenta, la calle de Galileo, con sus ochenta vecinos, era un galeón con la proa mirando al mar, que se extendía desde la misma calle del Reducto hasta la Plaza de Pavía, un escenario donde el progreso tardó muchos años en llegar. En los años posteriores a la guerra los vecinos tenían que ir a por el agua potable al cañillo que existía en la calle Arquímedes, cuando la luz eléctrica empezaba a llegar con dificultad y las mujeres se ponían a coser a la luz de un quinqué.
En la calle de Galileo de aquellos tiempos la gente vivía en comunidad y se compartía desde la sal o el botijo del agua hasta las alegrías y las tragedias de cada familia. Era una época donde casi todo el mundo se conocía por el apodo: el Follargo, el Polinario, el Jaco, el Pinchauvas, la Gacha, el Cuco...
Allí vivía también Pedro Navarro y su mujer, Concha Sánchez. Él era una institución en toda la manzana y uno de los personajes más conocidos del barrio porque fue cocinero de negocios tan importantes como el Hotel la Perla, el restaurante Imperial, el Costasol y el Club de Mar. Además, fue de los primeros que tuvo un aparato de radio, por lo que en verano, cuando sacaba la máquina de la música a la puerta, toda la calle se reunía alrededor.
Era corriente entonces que en las noches de más calor la gente sacara las mantas a la acera y allí daban las primeras cabezadas hasta que refrescaba y regresaban a los dormitorios. Como por allí no pasaba otro coche que el de los caballos del Morago, el cochero oficial del barrio, no existía otro peligro que el de coger un enfriamiento por quedarse dormido a la intemperie.
Era la calle de Paca la de la clínica, que trabajaba en el ambulatorio para pobres que existía en la esquina con el Reducto; la de Pepa la Jaca, esposa del Jaco, hijo de una extensa saga de pescadores; era la calle de Paca la Cuca, familia de los que regentaban en el Parque el célebre bar del Cuco.
En la calle de Galileo vivía Antoñica la carnicera, que perfumaba el barrio cuando hacía las matanzas en el patio; José Expósito, el zapatero remendón; y dos ilustres peluqueros que marcaron una época en el barrio: Pedro Mesas Sánchez, en cuya barbería se gestó la fundación del club Pavía de fútbol, y Manuel París Romero, al que después le siguió su hijo Manolico París. Ellos conocieron los tiempos del pelado al rape, cuando le metían a los niños la maquinilla al cero para que no tuvieran problemas con los piojos, que tanto abundaban.
La calle de Galileo tenía sus propias fiestas, las populares y señaladas de San Antón con sus hogueras y sus rabicos. En aquellas noches de enero los vecinos iban reuniendo muebles viejos y los niños salían por los solares buscando maderas para montar una hoguera en medio de calle de tierra. A la luz de la lumbre comían, bailaban, saltaban y jugaban a romper con los ojos vendados un cántaro lleno de agua que colgaban de una ventana a otra.
La calle de Galileo cuando el suelo era de tierra y no había llegado todavía el alcantarillado. Al fondo, las casillas de la calle del Reducto, que era la principal del barrio.
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