Al norte del Camino de Ronda, frente al cruce con la Carretera de Granada, aparecía un pequeño barrio formado por treinta casas donde sus vecinos disfrutaban del aislamiento de un pueblo cuando en realidad estaban a solo diez minutos del centro de la ciudad.
El barrio era solo una calle, la de Santa Bárbara, que formaba parte del entorno de la fábrica de fundición de magnesita, que le daba nombre a toda la manzana. Parecía un barrio sacado de un cuento, con una hilera de pequeñas viviendas de puerta y ventana, con todas las fachadas pintadas de blanco. Eran casas obreras de una sola nave, con una entrada, un pasillo, tres dormitorios, una cocina que era también comedor y un patio interior que escondía el cuarto de aseo.
Los que vivieron en aquel barrio, apartados del mundo, llevan grabadas para siempre a fuego aquellas formas de vida donde cada casa, cada vecino, formaba parte de una gran familia donde todo el mundo se conocía y donde todo se compartía. Era un mundo distinto donde se vivía con las puertas abiertas. La gente entraba y salía de la vivienda de la vecina como si fuera la suya y los niños disfrutaban de la libertad de poder volar por la calle sin cruzarse con un coche y de estirar las noches de verano hasta la madrugada sin ningún temor.
Allí se vivía al margen de los ruidos y de los grandes problemas de la ciudad. Los habitantes de La Magnesita tenían hasta su propio colegio, el de Nuestra Señora de los Ángeles, con una directora y cuatro maestras con las que los niños del barrio aprendían las primeras letras. Las niñas iban al colegio con su uniforme reglamentario: un babero de color blanco con lazo azul y el nombre de cada una bordado en el bolsillo.
La escuela estaba bajo la tutela de la empresa Minas de Gádor, que dirigía la fábrica de fundición. Los propietarios de la factoría estaban muy concienciados con la importancia del colegio y se volcaban para que a los alumnos no les faltara de nada. Por Navidad, la empresa siempre tenía un detalle con los niños, un regalo para Reyes. Los niños que al terminar el colegio no querían seguir estudiando, tenían la alternativa de aprender un oficio en el taller de fragua que el maestro Rafael Torres tenía en la misma calle.
La mitad de los vecinos de la calle de Santa Bárbara formaban parte de Minas de Gádor, que en sus últimos años se dedicaba a la fabricación de bicarbonato y de productos químicos para los laboratorios. Era un barrio particular, no solo por estar pegado a una fábrica y por estar compuesto por solo treinta viviendas, sino por su aparente lejanía. Disfrutaba de un entorno donde la presencia misma de aquella fábrica y de los últimos cortijos y huertas representaban un mundo en retirada, en contraste con los nuevos tiempos que vinieron con la puesta en marcha del sanatorio de la Bola Azul, que lindaba con las viviendas de La Magnesita. Aquel escenario tenía tanta vocación de pueblo que a diario recibía la visita de los vendedores ambulantes para que los vecinos no tuvieran que desplazarse a la ciudad. El más esperado era el panadero, que llegaba desde el obrador de El Cañón, en el Barrio Alto, primero con una tartana y después a bordo de un Isocarro, con tanto ruido que cinco minutos antes de llegar los vecinos salían a la puerta con las talegas en la mano. Por allí pasaba el hombre del pescado, con la burra cargada de cajas, y el del carrillo de los helados La Cubana, que un par de veces a la semana se presentaba a las cuatro de la tarde, con todo el calor, haciendo sonar el pito para convocar a los niños del barrio.
La leche la compraban en el cortijo de don Juan Company y la carne en el matero de la familia Díaz Sabio, que estaban al lado. Cuando tenían que hacer compras importantes iban a las tiendas de Pepe ‘el cauco’ y de Nicanor, que estaban en la Avenida de Santa Isabel.
También era habitual en aquellos parajes la presencia de los niños que estudiaban en el Seminario, que algunas tardes atravesaban la calle de Santa Bárbara, todos en fila, vestidos de blanco y rezando el rosario.
Las familias de la barriada de La Magnesita tenían algunas fechas señaladas en rojo en el almanaque. La más importante era la del día de la Virgen del Carmen, a la que se veneraba montando un altar con flores para que los vecinos la velaran durante toda la noche.
Aquellas formas de vida se mantuvieron intactas durante décadas en la lejana calle de Santa Bárbara. Tal vez, una de las primeras revoluciones que llegaron para cambiarlo todo vino de la mano de la primera televisión. Cuando José Zamora y su mujer, Dolores ‘la nueva’, pusieron el aparato en el comedor, nadie podía imaginar que aquel artilugio en blanco y negro estaba anunciando un tiempo nuevo.
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