El negocio brotó de la nada, en medio de un páramo donde reinaban los matorrales, las piedras y las chicharras, sin otro atractivo que la cercana presencia del mar. Todo estaba por hacer entonces: los hoteles, las carreteras, la vida y ese nuevo modelo de turismo al que aspiraba la provincia de Almería para no quedarse atrás con las grandes potencias que ya empezaban a ser Málaga y Alicante.
En 1964 surgió en Mojácar, como un oasis en medio de un desierto, el bar El Puntazo, dispuesto a engancharse a la moda de los nuevos tiempos que pasaban irremediablemente por los turistas que llegaban a nuestras olvidadas costas con ojos de asombro, como si estuvieran descubriendo un nuevo mundo.
Allí, entre las piedras, el cerro descarnado y la playa, apareció aquel edificio con aire de chalé, con su terraza para tomar el fresco, con su pequeño porche con sombra y con aquellos letreros de Coca Cola y de la Casera clavados en el suelo que en forma de señales de tráfico anunciaban al viajero que estaban delante de un bar.
Aquel negocio fue hijo de la emigración, de los ahorros de su propietario, Pedro Flores que en los años cincuenta hizo la maleta y se fue a Cataluña en busca del éxito. El sueño de miles de almerienses en aquella época era irse a trabajar fuera y volver con las alforjas llenas para emprender una nueva vida en su tierra. Muchos acababan echando raíces en el exilio, mientras que otros cumplían el sueño y podían regresar.
Mientras que su esposa, Rosa Flores, cultivaba las tierras del cortijo y se ganaba un jornal vendiendo leche, Pedro se dejó media juventud haciendo carreteras lejos de su familia. Cuando tuvo el dinero suficiente para volver, hizo las maletas y se embarcó junto a su mujer en un bar moderno que tenía el aliciente de contar con cinco habitaciones para el alojamiento de los viajeros. Aquel negocio familiar fue creciendo gracias a la constancia de sus dueños y a aquellas paellas de los domingos que atraían a familias completas desde todos los rincones de la comarca.
Mientras la familia Flores triunfaba con su establecimiento, Mojácar empezaba a desarrollar su plan de reconstrucción y modernización del casco urbano, soñando con ser ese punto de atracción turística diferente que iban buscando la mayoría de los turistas que se perdían por su costa huyendo de las aglomeraciones.
Aquel año de 1964 en el que empezó a caminar El Puntazo fue también el año de Fraga Iribarne, que antes de que empezara el verano organizó un viaje completo por la provincia para estudiar los proyectos, las posibilidades y los problemas de Almería relacionados con el turismo.
El ministro de Información y Turismo quería conocer de cerca una tierra que estaba en paños menores en relación a otras provincias cercanas. En 1964 Almería capital y su provincia disponían de 118 industrial hoteleras, la mayoría de ellas hostales y pensiones, con 1.527 habitaciones y 2.474 plazas.
Mojácar apuntaba ya como uno de los destinos con futuro y se acababan de adjudicar las obras de su Parador Nacional de Turismo, que desde el ministerio se consideraba fundamental para empezar el despegue. También estaba en proyecto la construcción de un camping, que en aquella época empezaban a ponerse de moda para un turismo distinto.
Cuando el nueve de junio Fraga pisó Mojácar, el bar El Puntazo y el Hotel Indalo eran las dos referencias fundamentales, a la espera de que se ejecutaran los otros proyectos que estaban ya en marcha. El alcalde, Jacinto Alarcón, le entregó al ministro el indalo de oro y le regaló además un vestido típico de mojaquera para la hija de Fraga, pero como don Manuel era así de generoso, no aceptó el obsequio al considerarlo casi una reliquia por su antigüedad y prefirió donarlo para que quedara expuesto en una de las vitrinas del futuro Parador de Turismo del pueblo. Esa misma tarde, Fraga Iribarne tuvo el honor de colocar la primera piedra del Parador.
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