Dicen que nos van a devolver el puerto que nos quitaron y que los expertos andan ya proyectando ese nuevo puerto que nos va a permitir a los almerienses recuperar un espacio que nos pertenecía aunque las escrituras estuvieran a nombre de otros.
Hay un puerto sentimental que es patrimonio de los ciudadanos, el mismo que un día cerraron las autoridades dejándonos huérfanos de nuestra propia historia. Cuando cerraron el puerto se llevaron un trozo de nosotros, ese que mirábamos con nostalgia en las fotografías antiguas de nuestras familias, el que llevábamos colgado en la memoria como una parte fundamental de nuestra infancia.
El puerto lo incorporábamos a la lista de nuestros lugares de culto desde que éramos niños y nos fugábamos durante unas horas a disfrutar del placer de perder el tiempo. A veces íbamos solo a mirar, a sentarnos en el suelo delante de los pescadores y compartir su paciencia mientras el sol se iba retirando por los cerros de Poniente y los peces iban cayendo, uno, a uno, dentro de un cubo.
No nos hacía falta llevarnos una pelota ni ninguno de nuestros juegos callejeros, ya que el puerto, por sí mismo, era un espectáculo lo suficientemente atractivo para cautivar la imaginación de cualquier niño. Había quien desafiaba el riesgo escalando por las grúas, quien se entretenía lanzándose de púa desde el muro de la escalinata real y el que disfrutaba con sentarse en los escalones y mirar como atracaban los barcos o como el temporal empujaba el mar embravecido sobre las piedras de las escolleras.
El puerto era como ir al cine sin tener que pasar por taquilla, sabiendo que cada vez que ibas disfrutabas de una película de estreno. No había dos días iguales en aquel escenario diverso y enigmático donde todo podía suceder. Recuerdo aquellos domingos a las tres de la tarde, cuando la ciudad echaba la siesta y el puerto se llenaba de soldados que sin un duro en los bolsillos olvidaban las penas y mataban el tiempo dando vueltas por el andén y devorando cigarrillos baratos. A veces los veías posando para conseguir la fotografía perfecta que al día siguiente mandaban a sus padres y a sus novias, con el mar como telón de fondo para que no hubiera ningunea duda de que estaban haciendo la mili en Almería.
Al puerto íbamos a perdernos de la mirada de los mayores cuando éramos niños y a escondernos de los ojos de la ciudad cuando paseábamos nuestra insultante adolescencia de la mano de una niña. Quién no debutó en el amor dando paseos por el puerto y buscando los besos furtivos en las rocas del espigón de Levante, donde te jugabas el tipo entre aquellas piedras mojadas con tal de conseguir la recompensa de un abrazo a escondidas.
Un día corría la voz de que había atracado un barco de guerra americano y corríamos hacia el puerto como si vinieran a visitarnos de otro planeta. Los marines extranjeros nos parecían personajes sacados de una película y los rodeábamos para que nos dieran tabaco rubio o alguno de aquellos encendedores ‘Zipo’ con los que después presumíamos en nuestro barrio.
Nos enamoraba aquel puerto solitario de los días de diario tanto como el puerto de los días de Feria, cuando desde la cima de la noria tenías la impresión de caerte al agua, cuando los valientes desafiaban el aceite de los barcos atravesando las aguas a nado, cuando los jóvenes se jugaban el tipo caminando por aquel palo resbaladizo de las cucañas.
El puerto nos pertenecía, nos modelaba el espíritu y nos unía. El día que teníamos que salir fuera para pasar unos días en Granada o en cualquier ciudad interior, lo que más echábamos de menos era nuestro puerto, la presencia silenciosa de ese trozo de mar que era una parte de nuestra existencia.
Al puerto íbamos los domingos con toda la familia, bien vestidos y con la esperanza de que el aire del mar nos abriera el apetito. Después, de regreso a nuestras casas, era costumbre detenerse en alguna confitería y comprar unos dulces. Los pasteles, como el puerto, eran el paraíso colectivo de los domingos.
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