El fin de la Primera Guerra Mundial empezaba a despejar los mercados de la uva y del mineral en una Almería que todavía lloraba por las víctimas que había dejado la terrible epidemia de gripe de 1918, que grabó su huella en todos los hogares.
Como suele ocurrir después de las grandes catástrofes, la sensación de fugacidad, la obsesión por disfrutar de la vida, se instaló en una sociedad que necesitaba sentirse viva intensamente para alejarse del fatídico espectro de la muerte con el que había tenido que bailar durante años.
Habían llegado los felices años veinte a una ciudad, Almería, donde el paro obrero acuciaba y donde uno de sus principales motores como era la exportación de uva temblaba por la amenaza de cierre de los mercados norteamericanos. En julio de 1924 el Gobernador Civil, Santiago Zumel Ruiz, emitió un bando en el que ordenó a todos los parraleros de la provincia a talar los árboles afectados por la invasión del temido insecto ‘Ceratitis Capitata’, más conocido como la mosca mediterránea. La medida fue un golpe duro para muchos parraleros debido a las estrictas normas que obligaban a ‘inutilizar’ hectáreas de plantaciones en las que sólo se habían detectado algunos casos aislados de este insecto.
El Gobierno Civil justificó la medida como la única solución para poder salvar ese año la campaña uvera, pero la sociedad almeriense nunca entendió la mano dura con que se emplearon las autoridades a la hora de la lucha contra la plaga, considerando que era una exageración, una salida desmedida para contentar a gobiernos extranjeros, sobre todo al de Estados Unidos, que había anunciado el boicot a la uva de Almería.
Habían llegado los felices años veinte, pero las batallas diarias no habían terminado. La Gran Guerra había pasado ya a formar parte de los libros de historia, pero faltaba el trabajo y sobraba la pobreza, elevada a su máximo exponente en los barrios extremos de la ciudad.
Los grandes enemigos de los años veinte, al menos en Almería, fueron el paro, el hambre y la terrible tuberculosis que se había convertido en una contienda diaria, en una cruzada silenciosa que golpeaba con crudeza a jóvenes y a viejos. Todos los días aparecían en los periódicos los nombres de adolescentes que habían fallecido por culpa de la maldita tisis que no entendía de edades ni de clases sociales. El seis de enero de 1925, la ciudad despidió en medio de un impresionante clima de dolor al sargento de Infantería Elías Vázquez Martínez, que después de varios meses ingresado en la sala de infecciosos del Hospital Provincial tuvo que entregar sus armas, doblegado por la enfermedad.
No existía un remedio realmente eficaz que la combatiera ni tampoco teníamos dispensarios ni sanatorios especializados para poder detectar y tratar la tuberculosis a tiempo. Mientras en la prensa aparecía la noticia de que en París el doctor Calnette investigaba la fabricación de una vacuna, en Almería implorábamos por un humilde dispensario y nos teníamos que conformar con los remedios de dudosa eficacia de los medicamentos que a diario se anunciaban en los periódicos locales: el Histrógeno Llopis que los médicos recetaban en las convalecencias de los resfriados para evitar males mayores; el jarabe Hipofusfitos Salud, un combinado de hierro y fósforo que se empleaba contra la pobreza de la sangre, la anemia, la tuberculosis y el raquitismo, o la solución Benedicto, que aliviaba los síntomas de la bronquitis. Una luz de esperanza apareció en aquellos días cuando se supo el doctor Compán, profesor del dispensario antituberculoso de Madrid, había abierto una consulta en el Bulevar, junto al Paseo.
Si no teníamos bastante con la tisis, también nos azotaban otros males menores que estaban presentes constantemente en la vida de los almerienses: la sarna que no te permitía dormir, el tracoma que dejaba un reguero de ciegos en la provincia, el cólera y el tifus que se cebaban con los más pequeños en los barrios más humildes, y el temido sarampión que aparecía todos los años para sembrar el pánico en la población. Fue especialmente cruenta la epidemia que golpeó al pueblo de Santa Fe de Mondújar en el verano de 1925, cuando durante varias semanas morían a diario entre tres y cuatro enfermos por culpa del sarampión.
La guerra quedaba lejos, habían llegado los años veinte, que al menos en nuestra tierra no fueron tan felices como en otros rincones de Europa. A pesar de todos los problemas y de las enfermedades que rondaban a la población, las ganas de vivir siempre terminaban imponiéndose y a la vez que la prensa informaba de la epidemia de Santa Fe, una noticia en el periódico anunciaba la presencia en el Balneario Diana de ‘el hombre guitarra’, todo un espectáculo para amenizar las noches de agosto frente a la playa. La Feria era entonces el gran momento del año para la diversión, seguida de cerca por los carnavales, que en los años veinte se celebraban con fuerza en los barrios y en las calles y en los famosos bailes de la alta sociedad que se organizaban en el Casino y en el Círculo Mercantil.
Había que vivir intensamente, aunque el paro agobiara, aunque la tuberculosis no descansara, aunque los americanos nos tuvieran asustados con cerrarnos el grifo si no conseguíamos erradicar, de una vez por todas, a la mosca mediterránea que también nos castigaba como una epidemia.
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