Los adolescentes de los años setenta sabemos, tanto como los de la generación anterior, el valor que tenía pegarse un lote con la novia y los efectos secundarios que te dejaban en el cuerpo aquellos arrebatos pasionales no resueltos.
Cuando empezabas a salir con una muchacha había que moverse por el conducto reglamentario que marcaban las normas morales de la época, que nos obligaba a no correr, a ir despacio, a dar pequeños pasos que se nos hacían eternos: primero la cogías de la mano y si la respuesta era positiva el siguiente peldaño era echarle el brazo por encima a la semana siguiente. Si la cogías de la mano, si ya empezabas a abrazarla sin encontrar obstáculos en el camino, el siguiente objetivo era el beso, que en aquel tiempo era una conquista mayor.
Todo comenzaba con un inocente beso en la cara, pero como en aquella edad el amor era insaciable y nunca tenía bastante, no tardábamos en intentar el doble salto mortal en la oscuridad de la última fila de una sala de cine o en aquel salón a media luz, mientras en el tocadiscos sonaban ‘las lentas’.
Una vez que probábamos aquello de los besos a escondidas ya no podíamos pasar sin ellos, así que los domingos cuando salíamos del cine no teníamos muy claro si habíamos visto una de romanos o una de pistoleros porque la verdadera película la habíamos protagonizado nosotros en las butacas de la última fila, en ese rincón por el que nunca pasaba la linterna inoportuna del acomodador. Cuántas veces íbamos al cine a pegarnos el lote a salvo de las miradas ajenas. A veces nos quedábamos a la siguiente sesión porque no nos habíamos enterado de nada, pero volvíamos a caer en la tentación y acabábamos olvidándonos de la pantalla, envueltos en esa batalla de deseo en la que siempre terminábamos con los labios lastimados, el corazón saltando en el pecho y un nudo mucho más abajo de la garganta.
Pegarse el lote era un callejón sin salida, una ilusión que no cuajaba, una pasión desenfrenada que te dejaba un enorme vacío, no solo en el alma, sino también debajo del pantalón. Aquellos calentones de tarde de domingo difícilmente tenían un final feliz porque no teníamos posibilidades de culminar la faena en la intimidad de un dormitorio o de un sofá confortable, y porque los adolescentes de entonces teníamos muy presentes todos los miedos que nos recordaban en nuestras casas antes de salir, cuando nos hablaban de las consecuencias fatales que nos podía traer un calentón desbocado. Todos conocíamos en nuestro barrio a alguna pareja de nuestra edad que en una de aquellas tardes apasionadas se atrevió a cruzar la frontera de lo prohibido y acabó casándose a la fuerza.
Casarse de penalti cuando aún no se había alcanzado la mayoría de edad era una tragedia entonces porque nadie estaba preparado para una responsabilidad semejante y porque te amputaba media juventud. Esta realidad nos hacía más sensatos y cuando llegábamos a la cima de la excitación en aquellos lotes interminables de las tardes de los domingos, una luz salvadora nos iluminaba a tiempo y cortábamos por lo sano aunque la maniobra nos dejara un desconsuelo irremediable. En aquellos lotes inacabados empezamos a entender que vale la pena escuchar a la razón por mucho que grite el corazón.
Nos dábamos el lote en el cine, en los bailes, en las esquinas más oscuras y en la soledad del Parque antes de que llegaran los quinquis y convirtieran aquel escenario en un terreno irrespirable. Recuerdo que a finales de los años setenta era muy arriesgado irse de noche a un banco del Parque con la novia porque corrías el riesgo de que a punta de navaja te dejaran con lo puesto.
Para ir más seguros, era habitual que nos juntáramos varias parejas del barrio, cada una refugiada en un banco, y allí, protegidos los unos por los otros, iniciábamos una sesión de lote colectivo. Las pandillas no tuvieron más remedio que reforzarse en aquellos tiempos de la Transición para transitar por las calles de noche sin temor a un asalto.
Una variante más liberal del clásico lote entre una pareja de novios era el juego de las prendas en el que el ganador o la ganadora tenía que besar a quien más le gustaba. Aquello era un Sodoma y Gomorra cargado de inocencia, una bacanal de dibujos animados donde disfrutábamos besándonos con varias en una misma sesión y haciéndolo además a fuerza de besos de verdad, nada de besuqueo en las mejillas, besos auténticos con su lengua reglamentaria.
Nos pasamos la adolescencia de beso en beso esperando que llegara el día de probar un cuerpo de verdad.
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