Le han dicho adiós, en el cementerio de Turre, a Pedro González Ruiz el Porreras, en un día muy azul, bajo unos arbolitos que no paraban de moverse; le han dicho adiós todos sus seres queridos a este hombre afable, bueno como un ángel, una persona que era lo que parecía y que parecía lo que era y que murió plácido, en su cama, besando la foto de su madre María; le han dicho adiós, tras una vida intensa, de batalla, zascandileado siempre entre diversos quehaceres y vocaciones. Pedro fue el ejemplo del pluriempleado perfecto que veíamos en las películas de Berlanga: por la mañana, la oficina de correos, por la tarde el cine y si sobraba tiempo, la Peña Deportiva Garrucha.
Nació Pedro en Mojácar en 1934, en plena República, cuando su padre Antonio era Guardia Municipal destinado en Antequera. Allí pasó los primeros años de su vida, hasta que la familia regresó a la finca de La Marina de la Torre y después al Cortijo del Corral Hernando, en Mojácar, donde transcurrió su niñez y su juventud, entre corrales de gallinas, entre campos de trigo y cebada, entre paseos en bicicleta junto al río Aguas con la Sierra Cabrera en el horizonte. Hasta que se hizo un hombre y empezó a trabajar como cartero en Garrucha -como su abuelo Antonio que fue peatón postal- recorriendo sus calles con la camisa azul y la saca cargada de buenas nuevas para la gente del pueblo. Y también se hizo árbitro de fútbol para desgracia de su madre, un árbitro proletario, de barbecho, que dirimía partidos de regional entre los equipos de la zona, entre Vera, Garrucha, Cuevas, Antas, Mojácar, que a veces acaban en batalla campal. Tuvo siempre una querencia especial por su Peña Deportiva Garrucha, de la que fue presidente algunos años y quien le hizo un entrañable homenaje a Pedro hace unos años, cuando ya el Vista Alegre, el campo de su vida, donde arbitró a Peiró y a los Garrigues, había desaparecido.
Tras la Guerra, su padre había comprado el viejo Teatro Vargas de Garrucha, que convirtió en el nuevo Cine Español. Y allí, en las paredes de ese coliseo de sueños, transcurrieron buena parte de sus días. Se había casado Pedro, además, con Paca González ‘Baraza’, la hija del dueño del cine de Turre, el Avenida, y así, todo quedaba en casa. El ritual empezaba cada día cuando el Porreras enchufaba el altavoz de la cabina y hacía sonar la voz de caramelo de Antonio Machín o las coplas de Manolo Escobar por toda la calle. En el vestíbulo, el tío Cano con su gallao, cortando las entradas, su hermana Isabel en la taquilla, Diego el de la Turrera, con él también en la cabina, el Jatollo haciendo mandados y en la puerta los carros de chucherías de la Sebastiana y la Catalina, y en la pared de la entrada, la foto enmarcada del Real Madrid de Serena, Amancio y Zoco. El mayor susto se lo pegó Pedro, cuando suspendieron el cine, por orden gubernativa, por haber proyectado Gilda con sus guantes de terciopelo negro, el paradigma del pecado de entonces. Después abrió Pedro la Terraza Cinema de verano, donde hacía cine y también bailes a medias con José María Rossell. Bajo sus eucaliptos tocaron Los Puntos de Cuevas, cuando estaban empezando y todos esos grupos ye-yes de los años 60 y 70. Después se asoció con Pedro Moldenhauer para hacer cine también en la Terraza Tenis, junto al hotel Los Arcos de don Paco Gea. Cuando Pedro apagaba las bombillas y el haz de luz disparaba a la pared blanca y rugía el león de la Metro se obraba el milagro bajo el cielo estrellado y el chasquido de las pipas. E igual una noche aparecía en la pantalla Bud Spencer pegando mandobles que otra Ryan O’Neal acariciando a su novia en Love Story o Sophia Loren desafiando la ley de la gravedad.
Pedro vivió muchos años en Turre, pero su corazón estaba en Garrucha, en su Peña Deportiva, con su señor Melchor, con su Joaquinillo, en su cabina del cine, proyectando películas que hacían soñar a la gente de entonces, o en su cartería, con su saca repleta de sobres con malas o buenas noticias del remitente para el destinatario. Allí pasaba los veranos con su familia, en uno de los chalés de Amando Roca.
Después, Pedro, con la salud resquebrajada, pasó los últimos años de su vida en Almería, en un pisito mirando al sol de Poniente, junto a la Plaza de San Pedro, acordándose de sus buenos años cuando gastaba bigote de Clark Gable y brillantina en su pelo negro, cuando paseaba en bicicleta por el Malecón con sus amigos los Junzas que han ido también desapareciendo; preguntando cada vez que me veía “Cómo está el pueblo, nene”. Con Pedro el Porreras se va para siempre un hombre justo y también una parte entrañable, tierna, sencilla, de aquella Garrucha de Postguerra que ya nunca volverá.
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