Cuando en el Tívoli no se cerraba

En la Feria cerraban de madrugada y diez minutos después abrían para el desayuno

Fachada del Café Tívoli, en el Paseo, en los años 70. El negocio contaba con teléfono público
Fachada del Café Tívoli, en el Paseo, en los años 70. El negocio contaba con teléfono público La Voz
Eduardo de Vicente
20:59 • 22 jul. 2024 / actualizado a las 09:43 • 23 jul. 2024

En las mañanas de Navidad el Tívoli aprovechaba las colas que se formaban en la administración de lotería que estaba al lado para hacer caja. Mientras la gente soñaba en la fila con el Gordo, el olor del chocolate y el café anunciaban el milagro del desayuno, que en cierto modo era un premio para aquellos que podían permitírselo. 



El Tívoli fue uno de aquellos cafés de posguerra que sobrevivieron aferrados a la vida del Paseo cuando era la avenida principal donde la gente paseaba y era el corazón comercial de la ciudad, donde estaban los negocios más importantes, donde se decidían los asuntos transcendentales de la vida cotidiana. En tiempos de escasez y de pobreza, los bares del Paseo pudieron salir adelante por su situación estratégica, siempre abiertos a los tratos comerciales, refugio permanente de los empleados de los bancos y de los dependientes de las tiendas. 



El Tívoli fue un proyecto del empresario Pepe Jiménez, propietario de Los Espumosos, que en la posguerra quiso extender sus redes comerciales con una nueva cafetería en el centro de la ciudad. El nombre se lo puso como homenaje a su hijo, el célebre vocalista almeriense conocido como el Machín Blanco, que por aquellos años había saltado a la fama actuando en la prestigiosa sala Tívoli en Barcelona, un lugar sagrado donde según se decía entonces, estaba reservado a los grandes y a los principiantes que estaban destinados a triunfar en el mundo del espectáculo.



La cafetería estuvo en manos de la familia Jiménez hasta los años cincuenta, cuando decidió traspasársela a su primo Juan Sánchez Ruiz, un conocido transportista de Almería que en los años de la guerra civil vio como le quemaban los camiones con los que se ganaba la vida y no tuvo otra salida que buscarse el pan en otro destino. 



Con la llegada del nuevo dueño también desembarcó en el café toda su familia. En aquellos tiempos los comercios familiares eran frecuentes en Almería, negocios que iban echando raíces en la sociedad y que pasaban de padres a hijos, de generación a generación con un sello propio.



Para sacar a flote la cafetería, Juan Sánchez Ruiz contó con su mujer y sus siete hijos, que formaron parte del Tívoli desde entonces. Uno de ellos, José Luis Sánchez Vizcaíno, estuvo en el bar hasta su cierre y desempeñó una labor fundamental para convertir el negocio en uno de los más prestigiosos de la ciudad. Junto a su hermano Alfonso, él era el encargado de los churros, el camarero madrugador que antes del amanecer ya tenía el aceite hirviendo y la masa lista. 



Abierta frente a la competencia



Había mucha competencia y era necesario tener los churros a primera hora para no perder ningún cliente a la hora del desayuno. Los churros con chocolate eran un clásico en una época en la que la gente no se podía permitir el lujo de saber lo que era el colesterol y casi nadie sabía lo que eran los triglicéridos ni  la hipertensión. Además de los churros, la especialidad del Tívoli fue siempre su leche merengada. 


Se llegó a decir que era la mejor que se elaboraba en Almería y que el secreto estaba en que se hacía con leche de primera calidad. Pero además de la importancia de la materia prima el secreto estaba en el cariño con la que la hacían, la manera artesanal de ir mezclando los ingredientes en su justa medida y con la paciencia  necesaria. Tomarse una leche merengada en el Tívoli llegó a ser un lujo en las tardes de verano, a esa hora en la que se retiraba el sol y el aire fresco del mar ascendía por las aceras del Paseo como una bendición. Con la fresca, las mesas que instalaban en la puerta se llenaban de clientes y a veces había que guardar cola para poder disfrutar de la leche merengada. Si en los inviernos el Tívoli vivía de los churros, el café y el chocolate caliente, en los veranos imponía la moda de la merengada y el limón granizado. 


Eran tiempos de continua batalla porque tenían que competir con establecimientos tan importantes como Los Espumosos, el Castilla, la Madrileña, el Alcázar, el Café Español, el Capitol o el Colón, pero había negocio para todos porque la ciudad vivía en el Paseo, como si todo lo importante sucediera  en la gran avenida. En los años de esplendor, el Tívoli llegó a tener una plantilla de quince profesionales, con dos camareros que se encargaban exclusivamente de atender los veladores de la acera. 

Cuando llegaba la Feria y toda Almería se echaba al Paseo y al Parque, era muy difícil encontrar un sitio libre y era tanto el movimiento que el bar no descansaba, empalmando el día con la noche. No se habían terminado de servir las últimas tazas de chocolate de la madrugada cuando había que empezar a preparar los desayunos. 


Tan famoso como sus chocolates y sus churros fue el teléfono público del Tívoli, que se anunciaba un cartel colgado de la fachada. Los domingos por la tarde era una bendición para los soldados que antes de volver al campamento telefoneaban a sus familias. Cuando las cabinas del Paseo estaban colapsadas por largas colas de reclutas, o averiadas, como era habitual, siempre estaba el recurso del Café Tívoli para poder hablar con las novias.


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