La última película de Garrucha

Cierra el legendario cine Tenis y sobre sus cenizas Mercadona construirá un párking

Manuel León
21:14 • 10 sept. 2024

Los cines -no el cine, que es inmortal como los dioses de Homero, sino las salas- son como las personas: nacen, crecen se reproducen y mueren. El último en hacerlo ha sido uno de los más legendarios de la comarca de la Axarquía almeriense, en donde dicen que desembarcó Aníbal con los elefantes. 



‘Romper el círculo’, de Justin Bandini, fue, como un último tango en París junto a la playa levantina, el título de la última película en proyectarse en Garrucha el pasado 2 de septiembre, (la primera fue Eloísa está debajo de un almendro en el año 1948) el día de autos, el día en el que se apagó el haz de luz como en el Paradiso de Tornatore y se cerró ese mismo círculo que ha durado más de 70 años; siete décadas de risas y lágrimas, de sensiblerías, de afectos por los buenos y desprecio por los malos, de emociones compartidas por garrucheros y veraneantes, cuando la vida era un poco más sencilla, como el rollo de una película, y nos conformábamos solo con un comienzo, un nudo y un  desenlace



El cine Tenis, la sala de verano de Garrucha, uno de los últimos bastiones cinéfilos que quedaban en la provincia, será derribado en unos meses por una piqueta para convertirlo en aparcamientos de Mercadona. Inurban, la empresa propietaria con domicilio social en Murcia, se lo ha arrendado a largo plazo a la cadena valenciana, uno de los demiurgos de la presente civilización, que tiene supermercado hiperproductivo al lado. Algo no cuadra: si esa tienda ya tiene un párking interior y otro exterior ¡para qué más, Juan Roig! El Mercadona de Garrucha se va a convertir en el establecimiento de la cadena alimentaria con más aparcamientos de España. Hace meses que la enseña iba detrás del solar, lo ha conseguido y está en su derecho y en el de Inurban, como mercantil que es, arrendarlo al mejor postor. 



Por el camino se queda el cine: ya no habrá más película, ni más bocadillos de tortilla, ni sonarán más bandas sonoras en ese espacio junto a la Gurulla de Garrucha, donde era posible soñar y emocionarse con la ficción de las historias de los cineastas bajo el cielo estrellado y el aroma a palomitas. La tierra del cine se queda cada vez más sin cines, al menos en la comarca del Levante almeriense. En 2021, cayó el Cine Español, el cine del Porreras, el cine de invierno, también en Garrucha, y antes el Avenida de Turre, de Frasquito Baraza y antes aún el Cervantes en Vera, de la familia del mismo nombre y el Aquelarre en Mojácar, de don Ginés Carrillo y el Echegaray en Cuevas, que funciona como salón de actos, y hasta en Palomares y Las Herrerías hubo cines ya desaparecidos. Ahora sobreviven como islotes entre tinieblas, el Regio de Vera, de propiedad municipal, que ha recuperado su función de cine, y la terraza de verano también de Vera, en lo que fue el antiguo Internado de Instituto y el de Huércal-Overa, en la Avenida Guillermo Reyna.



Garrucha llegó a disponer también de otros cines de verano como el de los Clementes montaron al final del malecón antes de la Guerra, y el de Santiago Llorente, en donde estuvo el almacén de mármol de Cerdá, después convertido en el Cinema por Antonio González, donde se hacían también verbenas, que fue derribado también para edificar encima el actual centro cultural. Antes hubo la “Terraza González”, de Antonio González el Porreras, donde estuvo la Escuela Hogar y hoy la Escuela de Música.



Pero el más popular de todos, el que tiene la historia más caudalosa y más novelesca fue el Tenis, llamado así porque se acondicionó al final del Malecón de Garrucha, donde se fundó la romántica Sociedad de Tenis de Garrucha con pistas y raquetas primitivas, a finales del siglo XIX, junto a los ensanches mineros de La Desplatación y San Jacinto. Este deporte llegó a Garrucha por influencia de los ingenieros de minas europeos y lo practicaban familias hacendadas como los Fuentes, los Balhsen, los Moldenhauer, los Soleres de Cuevas o los Giménez de Vera, con faldas hasta el tobillo y pantalones sportman.



Después de la Guerra los terrenos pasaron a ser del industrial don Paco Gea, que se los cedió a su sobrino Pedro Moldenhauer que fue quien lo convirtió en cine a principios de los años 50, junto al antedicho Antonio González como socio. Era el primitivo Cine Tenis como un galeón varado a las afueras del pueblo, justo donde acababa el caserío y empezaba la cuesta desnuda de La Gurulla, justo donde agonizaba la marinera Garrucha y principiaban los dominios de la vieja Vera. Emergía allí mismo, en ese fielato de caminos, tanto que su pantalla, mil veces encalada por Antonio el Tallarín, pertenecía al pueblo de al lado y las butacas ocupaban territorio garruchero. Era un escenario de sueños, de piratas y bandidos, de indios y vaqueros, de besos y caricias al amparo de la oscuridad. El Tenis era un lugar mágico, remoto, un sitio que permanecerá siempre en el recuerdo de tantas generaciones de gentes que vivían en Garrucha su verano azul. Conforme uno se iba acercando, subiendo la leve cuestecilla de tierra y divisaba el viejo rótulo blanco con letras escarlatas y la caligrafía de las carteleras y oía la música de Antonio Machín por los altavoces y percibía los carrillos de pipas y palotes de la Sebastiana y de la Catalina, se le aceleraba el pulso. Se entraba por una tremenda puerta verde como de anfiteatro romano, escoltada por innumerables eucaliptos que proporcionaban un aroma balsámico. Allí estaba el Coco, que recién había regado el albero, y dentro aguantaban los despojos de la red del viejo campo de deporte frente al patio de butacas de madera, gastadas ya por el cansancio de miles de espaldas soportadas.



A la sala de proyección se accedía por unas escalerillas y cuando Pedro el Porreras apagaba las bombillas y el haz de luz se disparaba hacia la pared y rugía el león de la Metro, se obraba el milagro bajo el cielo estrellado de verano y el chasquido de las pipas. E igual una noche aparecía Bud Spencer pegando mandobles, que otra era Ryan O’Neal acariciando a su novia en Love Story o Sofia Loren desafiando las leyes de la gravedad.


Las películas de Manolo Escobar y Conchita Velasco fueron un hábito el día de la Virgen y entonces veíamos aparecer a todas las ancianas del pueblo con el cojín en la cadera para no perderse las coplas del guapo almeriense. A veces el Tenis, junto al hostal Los Arcos de Rossell, daba recitales de flamenco, como el de una noche en la que se juntaron las gargantas de Farina y Valderrama, en carne y hueso, y fue el acabose, el cine se venía abajo lleno de garrucheros emigrados a Barcelona o a Francia que volvían en vacaciones. El Tenis resistió décadas, junto a la Venta del tío Agustín el de la Gurulla, junto a la playa de Villajarapa y el Varadero, junto las vagonetas aéreas del mineral y un pequeño tortuguero. 


Pasaron los años, y tomaron el relevo Federico (el hijo de Pedro) y Pedro (el hijo de Antonio). Después, en 1985, llegó el nuevo Tenis (como el nuevo Paradiso), un poco más arriba -el que ahora será demolido- con sus sillas metálicas, sus maceteros, su pantalla moderna, los retratos de Charles Chaplin y de Audrey Hepburn colgados junto a los baños y algunos conciertos turulatos como el de Glutamato Ye ye. Allí estaban cada noche Ana Amalia y Angeles en la taquilla, Paca en la puerta y Pedro y Federico en la cabina.


Resistieron, aguantaron, aunque los tiempos para el cine empezaron a cambiar y en 2012 los propietarios lo vendieron a Tomás Jara, un constructor murciano, para hacer apartamentos, aunque el estallido de la burbuja inmobiliaria fue como un salvavidas para la Terraza Tenis y el promotor, mientras tanto, lo fue alquilando a la empresa del cine de Vera, a Diego Rodríguez El Gachas y a Sebastián el Segundo, quienes habían tomado el relevo de Los Majuelos, los operadores del cine de la Terraza Carmona. Tomás Jara y su sociedad Playa Luminosa entró en concurso de acreedores y se quedó con el cine por 500.000 euros la empresa Inurbán quien mantuvo el alquiler a Diego Rodríguez, hasta este verano en el que se ha fraguado el cambio de arrendatario y con ello el acta de defunción del viejo cine que fundaron Pericoco y el Porreras, después de más de siete décadas de historias de celuloide bajo el cielo compartido de Garrucha y de Vera. “Las llaves aún no las he entregado”, decía ayer desafiante Diego Rodríguez, el último operador de esa fábrica de sueños que se convertirá en un párking de dos plantas. Pero siempre quedará en el recuerdo el viejo cine, en los confines del malecón, cuando los chiquillos se subían al muro para ver los primeros desnudos de Enmanuelle.



Temas relacionados

para ti

en destaque