Adiós a Diego el Carretilla, maestro de la madera

Muere uno de los antiguos carpinteros de la provincia

Diego Gerez ‘El Carretilla’, carpintero de Garrucha, ha muerto con 77 años.
Diego Gerez ‘El Carretilla’, carpintero de Garrucha, ha muerto con 77 años. La Voz
Manuel León
18:31 • 17 dic. 2024

El paisaje era el de una vieja carpintería de Garrucha, su carpintería, la carpintería de Diego Gerez ‘El Carretilla’, en la calle Mayor de Garrucha, justo donde estuvo antes la Caja de Ahorros y el Monte de Piedad y antes aún la casa de préstamos de José López Campos. Allí era eterno, Diego, en ese taller que olía a serrín y a cola de contacto, donde en las altas paredes se juntaban los póster del Barcelona y del Athletic de Bilbao (del Real Madrid ni por asomo) con los desnudos que aparecían en el Interviú en plena Transición. Por eso, en ese patio de luces de la carpintería, podían flotar juntos Hugo Sotil y Susana Estrada o la planta del Chopo Iríbar con el escote interminable de Victoria Vera. La serrería olía a pino y a roble y el sonido omnipresente que se colaba en mi dormitorio contiguo era el que alternaban el cepillo con el garlopín, la taladradora con el serrucho. Era una de esas carpinterías, la de este hombre bueno y cabal, que han ido desapareciendo del centro de las ciudades y de los pueblos al ser desplazados por ópticas, joyerías o tiendas de chinos; era la carpintería del Carretilla, con su socio Agustín Perellón, uno de esos foros donde todo el mundo entraba a saludar, a echar un trago del botijo del rincón o a comentar el resultado de la quiniela del domingo (cuando todo el fútbol se jugaba los domingos). 



Allí estaban también siempre como contramaestres de Diego y Agustín, oficiales de carpintería como Juan el Guachi, Juan el Quinina, Esteban Caparrós o Paco Gerez. Cada uno con una función, con una tarea entre las manos, dando golpes de martillo al chapeado, pasando la garlopa o agarrando la escoba para barrer el polvillo de la madera de pino que se convertiría en armario empotrado. Porque Diego era como Miguel Angel, salvando las distancias: si el genio renacentista veía un Moisés en un bloque de mármol de Carrara, Diego veía una cocina en media docena de tablones de pino Canadá. Diego tenía manos virtuosas, era un carpintero vocacional, rápido en imaginar un mueble, en darle solución a una puerta sin espacio, en emparejar una cama o una estantería; Diego era un artista de los pormenores de la vida doméstica, de sacar del atolladero a tanto vecino que no hallaba una solución para disponer un armario o dar cabida a una mesa que se atrancaba. Diego era en Garrucha como uno de esos herederos de los oficios antiguos como el de carpintero, como un continuador de aquel Noé que construyó un arca, como su padre Salvador lo era del oficio de pescador, uno de los sabios del Muelle de Garrucha a la hora de averiguar los vientos y el estado de los mares cuando iba en busca de los atunes.



Diego no siguió el oficio de marinero de su progenitor y se inclinó por la carpintería aprovechando las buenas manos que tenía. Se enseñó como aprendiz en el taller de José Barceló, el viejo carpintero que tenía taller en la calle Cervantes, donde además de puertas y armarios hacía  tumbos para los muertos. Después pasó a trabajar en la carpintería de Diego Soler, empresario de Cuevas del Almanzora, que había abierto centro de trabajo en  donde antes estuvo el comercio del electricista cartagenero Ginés Soto Cegarra y antes aún las oficinas de la Casa Fuentes.



Allí, junto a compañeros como Pepe el Cañizo, siguió comprendiendo el oficio, allí fue perfeccionando su estilo, su impronta, que ya le venía de serie. Y una vez que se sintió preparado para el abordaje se independizó y montó su propio negocio en pleno centro del pueblo, en esa calle Mayor que, entonces, era un hervidero de vecinos de planta baja que los veranos sacaban la silla a la calle. Y así durante más 30 años, el carpintero fue haciendo cientos de muebles para sus paisanos y levantando al mismo tiempo una familia. Yo lo recordaré siempre como mi vecino preferido, con su lápiz de carpintero en la oreja, con el metro en el bolsillo, con sus ojos vivarachos, siempre servicial cuando los chiquillo íbamos a pedirle cola para las estampas o púas para colgar una nueva leja de casettes en nuestra habitación adolescente.







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