(Dedicado a la memoria de Juan Antonio Barrios)
El niño que se desespera sentado en el bordillo de la acera se escapa de la protección materna y se acerca al paso que se ha detenido delante tras el golpe sordo del llamador. Como una exhalación, el niño descorre los faldones y se asoma para ver lo que hay debajo del Misterio. El fotógrafo reacciona y apunta el objetivo al pequeño curioso para inmortalizar la inocente travesura. Es solo un instante, un detalle más de la procesión.
Los demás fotógrafos caminan de espaldas para no perderse nada, disparando a diestra y siniestra, buscando entre el público unos ojos que lo digan todo, rastreando con sus teleobjetivos en las sombras de los pasos la que pudiera ser una foto de portada. En realidad, el fotógrafo, sin saberlo del todo, está escribiendo la dimensión humana de lo que está pasando en la calle: enamorados, apasionados impenitentes, cofrades de paisano, figurantes de la vida real y de la imaginada.
Sin embargo, no todo se convierte en fotografía. Hay alguna lágrima oculta entre el gentío, alguna mirada perdida en el pasado entre los móviles que recogen la escena para luego multiplicarla en las redes sociales. Hay, incluso, algún suspiro ahogado entre los aplausos al esfuerzo de los costaleros, recordando aquella Semana Santa de hace medio siglo que ya ha perdido a la mayoría de sus personajes, ahora solo visibles en las fotos.
El fotógrafo acelera el paso y gana la Plaza de Santo Domingo. Está cansado, pero no importa. Las piernas parecen arder de fatiga y se imagina la recompensa que supondría el agua de la fuente, pero la Cruz Guía aparece por la esquina de la calle Gravina y es necesario volver a dirigir el objetivo a la fila de nazarenos hasta que el tiro de cámara se trague la impronta de la seda y de la pálida luz de los cirios.
Del mar llega un aroma fresco a sal y a algas, pero es solo un instante, porque, enseguida descarga el diluvio de olores que trae la procesión desde el otro extremo de la noche.
El fotógrafo corre a la calle Séneca. Se aposta en la esquina y descarga una interminable serie de disparos sobre el paso de palio que parece flotar sobre el río de la gente. El dosel se mece dulcemente sobre la imagen adornada por las lágrimas y los encajes. Suena ‘Virgen del Valle’ entre la angostura de los balcones del otro siglo, intercalados de letreros luminosos y ensayos de fealdad arquitectónica.
La calle es como una vía que conduce a los rincones secretos de la memoria. Rincones en penumbra y en silencio perfumados de humedad y de olor a cerrado pero ahora redimidos por el incienso y por el metal vibrante de la banda de música que cierra el desfile. Todo se acaba. El fotógrafo aspiraba a quedarse con todo lo que la procesión arrastra dentro de la tarjeta SIM de su cámara. Registrarlo absolutamente todo como si fuera la primera vez. Como si fuera la última.
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