A las 3 de la mañana de cualquier sábado almeriense, la calle Trajano huele a lumbre de pueblo mientras enfrente empieza a apaciguarse la cola del Superocho; en la madrugada de cualquier fin de semana, junto a las Cuatro Calles, en el portal número 20, huele un poco a panadería de Enix, la luz es débil, como la carne, y al lado, el puesto de pollos de Miguel, guarda silencio en la oscuridad de su puerta metálica, esperando los pedidos del día siguiente de esos vecinos flojos que no tendrán ganas de cocinar en domingo; a esas altas horas empieza el hambre de Carpanta a merodear por el estómago de los noctámbulos, tras tanta Coronita y chupito a pie de barra. El éxito está siempre en lo más fácil y la distancia más corta es casi siempre la línea recta: nada hay más cerca en Las Cuatro Calles para apaciguar la gula que la Beethoven. Allí dentro reina Ramón y su alguacilillo Basilio. "Una de salami y aceitunas negras sin queso, ¿te puedo pagar con bizum?", pregunta un fiestero con voz de seguir aún en la pista de baile. "Solo efectivo, lo pone en la puerta", contesta Basilio, que aunque solo lleva dos años, ya es un psicólogo depurado. El paisaje es el de un horno industrial que huele a gloria a esa hora y un obrador con porciones de jamón york, orégano, salami, tomate y otros condimentos, de los que se sirve Ramón para ir dándole colorido a la masa horneada, mientras Basilio, con cara de cancerbero, atiende los pedidos de la clientela. Así lleva años y años la Beethoven, con otros protagonistas anteriores, pero con el mismo ritual.
La Pizzería Beethoven abrió en 1992, justo cuando vino al mundo la sevillana Isla de la Cartuja y cuando el pebetero de Barcelona se incendió; era su dueño Antonio Nieto, en ese local donde antes hubo una tienda de pinturas de la que ya no se acuerda nadie, a pesar de que solo hace 32 años de aquello (tendemos a ver lo que hay, no lo que hubo). En esa pizzería consagrada a un genio sordo, reinó durante muchos años Emilio, el veterano del pelo blanco, que también se hacía el sordo -como casi todos los camareros- cuando se sentía apabullado de exigencias, a unas horas en las que todos nos volvemos exigentes.
A la Beethoven -de quien alguien ha escrito en las redes sociales con mucha crueldad que la carne picada sabe a sobaco sudado de paquistaní- hay que ir sin pretensiones, hay que ir con la humildad de un caracol, sabiendo que a esas horas genuinas, después de tanto destilado, después de tanto histrionismo, todo sabe a gloria: aunque, en vez de salsa barbacoa, sus aplaudidas salchichas con queso llevasen gasolina, sabrían a ambrosía; allí, a la Beethoven trajanera, que tanta hambre quita y sigue quitando cuando más hiere el hambre, hay que ir así: sin complejos; allí no hay que ir como iría Antonio Zapata a un Estrella Michelín, a saborear una cocochas de merluza con una copa de Godello. No, allí hay que ir como cuando te llevaban en volandas los compañeros a quitarte la melopea en una fuente de agua. Tu estado de ánimo es tu destino, dejo escrito Herodoto. Y allí en esa pizzería express, con azulejos trasnochados y una pizarra verde de los tiempos de la EGB, se fragua uno de los momentos cumbres de la noche: cuando Ramón saca la masa crujiente con la pala y la festonea de tropezones, cuando Basilio la mete en el cartón, cierra la tapa y te dice: "Son ocho euros, en efectivo por favor, y ten cuidado que quema mucho". Gracias a la proletaria y querida Beethoven, al día siguiente la resaca será menos resaca.
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