El ciclista

Relatos para refrescar este verano

Ilustración inspirada en "La ventana indiscreta", película dirigida por Alfred Hitchcock con James Stewart como protagonista a la que alude el relato
Ilustración inspirada en "La ventana indiscreta", película dirigida por Alfred Hitchcock con James Stewart como protagonista a la que alude el relato
Juan Pardo Vidal
17:03 • 18 jul. 2017

Siete de la mañana, un ciclista llorando me ha dado un susto de muerte, ha estado a punto de atropellarme al salir de la comunidad donde vivo. Ha sido el segundo susto de la mañana, el primero ha sido la impresión que me ha causado, un minuto antes, ver a una muñeca rubia flotando en la piscina, estaba desnuda y llevaba unos zapatos blancos puestos, era una muñeca muy grande, tenía los dos brazos hacia arriba, como pidiendo auxilio. Aún estaba dándole vueltas a la imagen de la muñeca ahogada cuando casi me arrolla el ciclista, el día se presentaba mal. Iba a increparlo, a mandarlo a la mierda por pasar tan cerca de un portal a esa velocidad, pero me ha dado pena porque lloraba a moco tendido, el ciclista lloraba a toda velocidad sobre su mountain bike de aluminio como la magdalena de Proust. En la cara tenía ese gesto compungido y casi cómico que se produce en la boca cuando, sin éxito, intentas contener la musculatura para evitar el llanto y te tiembla el labio. 




Lo he visto de cerca sólo un segundo, el tiempo suficiente para mirarlo cuando estaba a punto de atropellarme, me ha llamado la atención las muecas de su cara, un río de lágrimas viajando hacia atrás, los labios fruncidos, muy feo, feísimo, la tristeza es grotesca, da más risa que pena. Un vano intento de no hacer el ridículo, nadie quiere llorar, llorar provoca una pregunta ¿por qué lloras?, las lágrimas riegan la curiosidad, tenía los ojos vidriosos como una muñeca. Qué demonios le pasa a un ciclista hecho y derecho, aerodinámico sobre el manillar, incómodo, con un sillín minúsculo que le hace daño en el culo a pesar de la protección, qué le pasa para estar llorando, porque alejarse en bici y llorar son cosas propias de cobardes, él lo sabe y a pesar de eso, las hace, qué le empuja. Las lágrimas, con la velocidad, le resbalan hacia las orejas y salpican a los que pasan cerca de él, como un coche que limpiara su parabrisas en un semáforo y mojara el cristal del coche de al lado. Impresiona verlo. Si ya es raro ver llorar a alguien de más de diez años, más extraño aún es verlo llorar y pedalear a la vez, parecía que ambas cosas las ejecutara mecánicamente, como si no supiera que las estaba haciendo. 




Ver a alguien bostezar o llorar activa las células espejo de nuestro cerebro, me ha dado mucha penilla el ciclista, he tenido ganas de llorar, pero no sabía por qué, me gustaría que se bajara de la bicicleta y me lo contara todo, tomar un café con él y hablar del tema, echarle el brazo por encima del maillot, llorar si hiciera falta, escucharlo. Llevaba un culot negro con franjas verdes en los laterales y una camiseta elástica que le hacía juego y que estaba adherida a su cuerpo enjuto y aerodinámico. No sólo era un ciclista, también lo parecía, la nariz aguileña daba fe de ello. Mi padre decía que los ciclistas y los hombres no lloran. Éste sí. En él se reunían las dos excepciones. 




No me gustan los ciclistas, parecen unos deportistas snob, tienen bicicletas muy caras y se visten con ropa ceñida al cuerpo, prefiero nadar, nadar sí que es un deporte duro, ir sobre ruedas ya lo dice el refrán, sobre ruedas. Nadando no puedes llorar, y si lloras, nadie se entera de que lo estás haciendo. 




El ciclista se ha alejado llorando de mí —es esta una extraña construcción sintáctica, aun así no voy a corregirla, no voy a cambiar nada de lo que diga porque voy a atenerme a los hechos—,  pedaleaba redondo, con fuerza, era evidente que estaba en forma, no sé si acababa de empezar su entrenamiento porque el sudor y las lágrimas se confundían en sus mejillas, ambas están saladas, tal vez llevaba horas entrenando, es verano y hace mucho calor de día, si yo fuera un ciclista llorón me entrenaría de noche, así evitaría deshidratarme y, a la vez, mi llorera pasaría inadvertida porque nadie podría verla. Siguiendo el carril bici se ha alejado del barrio en dirección a un descampado que ocupa varios kilómetros y que está surcado por pequeños carriles de tierra flanqueados de retamas y de pitas, al ciclista que llora no le importa si asociaciones y políticos se ponen o no de acuerdo sobre la conveniencia de proteger las pitas, no le importa si son plantas autóctonas o no, cuánto tiempo hace falta para ser autóctono, doscientos años, dos mil, veinte mil años, el número determina el nacionalismo botánico, las pitas necesitan poca agua, el ciclista se adentra en un pequeño desierto de ramblas, adelfas, pitas y más pitas, me quedo mirándolo, pienso que estará regando con sus lágrimas la tierra reseca y arenosa. 




Estamos a finales de julio,  florecen las pitas que están vivas —la mayoría de las que vemos son esqueletos—, tienen unas flores amarillas muy bonitas, de ellas nacen unas bolsas cargadas de semillas negras y después de eso se secan y se mueren, como todo el mundo. Los más avispados y creativos se las llevan a sus casas para sorprender a sus amistades usándolas como árbol de navidad, todo el mundo lo hace, el 7 de enero Almería amanece sembrada de pitas abandonadas junto a los cubos de basura. 




Continúo mi caminata matutina, me adelanta una señora que camina ayudada de unos palos de esquí, se la tengo jurada, me dan ganas de hacerle la zancadilla, subo por el carril bici, a lo lejos veo la polvareda que la bicicleta sigue levantando, gira y da la vuelta, es un recorrido circular, quince minutos después pasa por delante de mí y compruebo que sigue llorando, el polvo se le ha pegado a los lagrimales como las moscas a los ojos de los leones en la sabana. 




Regreso a casa y me ducho, al salir al balcón lo veo pasar otra vez, qué cansino, pongo en marcha el cronómetro del móvil  y compruebo que tarda unos 25 minutos en hacer una vuelta completa, está algo nublado, son casi las 9:00h de la mañana, lleva, que yo sepa, seis o siete vueltas al circuito que repite, tal vez más, quizás lleve toda la noche dando vueltas por el mismo sitio, se pasa la mano por la frente y se la limpia en el pantalón, levanta el codo para facilitar que la manga de la camiseta le seque las sienes. Me voy a desayunar a un chiringuito cerca del mar, cruasán tostado con york y queso, un donut blanco, un café con leche fría y el periódico. Esto es vida y no la de los ciclistas, pienso mientras tamborileo en mi barriga. 


Regreso y cuando estoy a punto de entrar en el portal de mi comunidad el ciclista me pasa rozando de nuevo, doy un respingo, joder qué susto, esta vez me cago en todos sus muertos, y encima me cae una lágrima en la cara, eso o chispea. Pasan dos horas, empiezo a preocuparme a las 12:30h cuando vuelvo de comprar tres barras de pan y él sigue erre que erre, el ritmo no decae, al contrario. Ya no le queda agua, tira el bidón al arcén como si estuviera en el Tour de Francia y no pudiera perder un sólo segundo, se deshidratará si sigue llorando y pedaleando así, se me ilumina el cerebro y se me ocurre que quizás quiere suicidarse, como Nicolas Cage en Living Las Vegas, pero de otra forma, hace un sol de justicia, no es hora de hacer tanto deporte, llamo a urgencias y les cuento el caso, pido una ambulancia pero se niegan, no se puede atender a alguien que no está enfermo y no ha pedido asistencia, a no ser que haya un accidente, no hay ninguna urgencia, sólo es un ciclista pedaleando en una bici. 


Dos horas después estoy viendo los deportes Cuatro y terminando un plato de espaguetis a la carbonara, pero sin nata, con huevo, tal y como lo hacen los italianos o quizás mejor, para compensar los acompaño de una ensalada de rúcula con tacos de queso fresco blanco, cojo el móvil y marco de nuevo el 112, soy el de antes, les sugiero que manden a alguien de salud mental, sigue dando vueltas y llorando, me responde que qué tiene de disparatado ir en bici y que qué tiene de malo llorar. 


El ciclista empieza a dar síntomas de cansancio, pasa otra hora más, son casi tres vueltas al circuito, llora menos y hace más pucheros, saco el coche del garaje y lo sigo cuando pasa por delante de casa, por si se desmaya y se cae, así podría echarlo al asiento de atrás y llevarlo rápidamente al hospital del Toyo, me siento responsable de él, yo lo he encontrado llorando, es mi ciclista, mi mujer me pone de tonto para arriba, parezco James Stewart en La ventana indiscreta, nadie me cree, su ritmo se ha ralentizado tanto que parece estar a punto de echar el pie al suelo, lleva unas zapatillas duras, como si fuera un campesino asturiano, llamo de nuevo a la ambulancia, vienen, esta vez sí, ha cambiado el turno de la telefonista, me subo con ellos cuando llegan y seguimos al ciclista, parece que le diéramos ánimo en una contrarreloj, sigue llorando, no podemos tocarlo hasta que caiga redondo, dice el médico que podría denunciarnos, somos una especie de coche escoba de urgencias, le hablan por un altavoz, ¿de dónde han sacado un altavoz?, ¿está usted bien?, llega un repecho y pone el plato grande, se levanta de la bicicleta y empieza a zarandearla de un lado a otro como si fuera un ciclista colombiano de la época de mi padre o como si fuera Contador, el ATS se viene arriba y le grita por la ventanilla que baje el desarrollo, que va bien de tiempo, intentamos darle el avituallamiento pero no coge el bote de suero, es más, le da un manotazo, ves, se niega, no podemos hacer nada hasta que se caiga. 


Aplausos
En 1984 una atleta suiza entró tambaleándose en el estadio olímpico, terminaba la prueba de maratón, llegaba en una de las últimas posiciones, pero ella quería terminar la carrera, venía acalambrada, andaba de lado, los brazos rígidos y un gesto de dolor y de rabia que podría confundirse con el llanto, los jueces no podían tocarla o sería descalificada, el estadio se puso en pie y comenzó a aplaudir, yo tenía diecisiete años y eran las tantas de la madrugada, había regresado de fiesta y puse la tele, comencé a llorar al ver la imagen y no pude parar de hacerlo hasta que me acosté, era la primera vez que lloraba desde que tenía siete años, cuando el abusón de clase me dio aquel empujón, todos querían que la atleta suiza lo consiguiera, si ella lo conseguía todos los que estaban presentes en el estadio olímpico y todos los que en el mundo estábamos a esa hora viendo la televisión lo conseguiríamos, podríamos alcanzar cualquier cosa que nos propusiésemos, nuestra vida estaba en sus manos, en sus rodillas torcidas, lo conseguiría, yo estaba seguro, estábamos seguros, los jueces ponían sus brazos cerca de ella sin llegar a agarrarla ni a tocarla, no podían rozarla, pero querían impedir que se golpeara si finalmente no conseguía alcanzar la meta y caía rendida, sin embargo llegó, terminó la maratón, la suiza Gabriela Andersen se hizo mucho más famosa que la ganadora de la prueba, dónde está el límite, dónde termina la voluntad. 


Para las siguientes olimpiadas esa regla fue cambiada, las ambulancias deberían cambiar esa norma, el ciclista ya no llora, hace muchos pucheros y lleva los ojos medio entornados, ha tirado el casco, no sé cómo puede ver, son las 21h y refresca, él sigue dando vueltas, ha dejado de sudar no tiene nada que sudar, le queda agua para unas cuantas lágrimas, poco más, se han apostado vecinos en muchos puntos del recorrido, unos lo animan a seguir, otros a seguir llorando, algunos pretenden que beba algo, le tiran agua, han bajado una tortilla de patatas, una luz azul envuelve la calle, la del coche de los municipales, han acordonado la zona con una cinta de plástico de cuatro dedos de ancho, ahora sí que parece una carrera, una carrera en la que sólo participa él, pero no pueden detenerlo si no comete una infracción de tráfico, no está prohibido circular en bici hasta la muerte, ya no le quedan fuerzas, si una sola mosca se apoyara en él caería de lado, una niña ha pintado con tiza una línea de meta en el suelo, el ciclista la cruza, deja de pedalear y de llorar, cae al suelo, los sanitarios se abalanzan sobre él, comprueban sus constantes vitales, su salud no corre peligro, sólo está cansado, muy cansado. Esboza una sonrisa.



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