Mesas y sillas, humo en el ambiente, música mexicana intercalada con las coplas más sentidas de la posguerra. Voces de borrachos… Estamos en el bar del Matamoscas. Y todo está por pasar.
No volveré, te lo juro por Dios que me mira… La de la mochila azul, la de ojitos dormilones…. Adiós mi patria querida, mi España… De España vengo, soy española… Toda esa amalgama de sintonías reconocibles, nos abraza antes de que el actor principal y secundario, Javier Parra, salga de entre la platea con un zapato en la mano y comience su diálogo cabaretero con el público:
¡Para la música! Es que habíamos dicho de poner el himno de Marta Sánchez y no lo encontramos. Y luego yo he estado buscando la pajarita y me ido hasta la puerta Purchena buscándola y se me ha hecho tarde. Ustedes se creían que ya no había función, ¿no? Claro, pensaban, así nos vamos antes de cañas, nos quitamos otra pesadez de la Guerra Civil. Pues no, aquí empieza el espectáculo.
CAFETÍN MEXICANO
Esta historia me la contó él mismo desde su puesto de tortas: el hombre que mató a mismísimo Francisco Franco. Y poco a poco, como si nos fuese hipnotizando, Parra va asumiendo los distintos papeles, hasta quince, de diferentes personajes que pasan por un café mexicano en los años posteriores al 39. El hilo conductor es Ignacio Jurado Martínez, apodado El Matamoscas, que sufre a toda la fauna que representaba entonces a los exiliados, con la acidez que caracteriza al Cabaret, y donde podemos ver reflejada a la sociedad española, la del 39, pero también a la actual. Es como poner un espejo atemporal a España, en el cual podemos reconocernos. El cura republicano, la médica vasca, madre de todos y poco diplomática, el gran poeta gallego que dice que a él lo que pasa es que lo fusilaron mal y por eso está allí, todavía no sabe muy bien ni cómo ni por qué, el empresario catalán que exige pan tumaca… Todos volviendo loco al pobre Ignacio, un mesero mexicano quien se queja al público de que el suyo es un oficio muy digno, que ejercía muy despaciosamente hasta que llegaron los españoles del 39. Unos españoles, por cierto, muy diferentes a los anteriores, y que pretendían convertir a México en España, con su visión particular de país, su foto fija, hasta el punto que sugieren construir teatros y colegios para ellos. Todos los personajes ponen de manifiesto a través de un guión bien hilado desde la sátira, que en lo único en que se pusieron de acuerdo los exiliados, mientras pedían a voces al mesonero café y tequilas, fue en hablar permanentemente del pasado, por pensar que aquello era provisional. Como si en el fondo supiesen que no había futuro. Somos pocos pero bien divididos.
CAMBIO DE REGISTRO
Javier Parra canta ranchera y copla, maneja títeres y complementos de vestuario con destreza, llevándonos a visualizar sin dificultad aquella sociedad cuando, El Matamoscas, harto de escuchar las desgracias de aquellos españoles malmatados, decide venir a España a poner fin a su propia pesadilla, y que le hace pensar por primera vez en su vida en pedir las vacaciones para ir a España a deshacerse del que no paran de hablar. A ver si así regresan a su casa. Porque España era un gran mojón y vino a matar a Franco que era una gran mosca (de ahí el apodo). Y le llega la señal divina para actuar como un iluminado. Se le aparece la Virgen del Guadalupe y le dice: Cuando el grajo vuela bajo, hace un frío del carajo.
EL DRAMA
Un cadáver es un buen escalón para sentirse más alto. Es otra de las grandes frases de la obra y que asume El Matamoscas como propia.
El momento más emocionante y profundo es cuando se baja la luz y el actor recita un monólogo de María Zambrano en el exilio, con la voz de la propia intelectual, agradeciendo en el alma a México que fuese el único país que acogió a los exiliados, distinguiendo, como solo una filósofa triste sabe hacer, entre los estadios que están pasando desde el destierro.
LLEGA LA DEMOCRACIA
El Matamoscas asesina a un botijo disfrazado de Franco con buena puntería. No sabemos si fue así como nos quitamos al Generalísimo de encima, mientras suena un fondo musical de Cecilia. Eso sigue siendo un misterio, de qué murió Franco exactamente, digo. Lo de la buena música de los setenta abanderando el cambio de una negra época es irrefutable. La ilusión hizo posible materializar todos los cambios sociales entre todos; ponernos de acuerdo para que llegase lo inalcanzable: hacer callar a una panda de dirigentes mediocres, ególatras, y sobre todo enfrentados, que solo se les ocurrió como idea para arreglar diferencias salir a las calles a matarse entre ellos. Y toda esa idea de que, además, la historia puede repetirse, al menos para mí, queda flotando en el aire. Porque, ¿qué es un país, si no que un grupo de personas, una comunidad de vecinos, tan diferentes como perfectamente iguales, depende del ángulo, que se supone deben de ponerse de acuerdo para hablar del futuro desde un presente en común?
Enhorabuena a Javier Parra en este su primer espectáculo en solitario, solvente y necesario, como todo el arte del bueno.
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