Diversidad es el calificativo que define al público asistente a “La desnudez”, danza triplemente premiada en los premios Max de las Artes en 2018. Diversidad y escasez. Ni siquiera el bar, ese lugar común donde se gestionan tantos pensamientos, deseos y emociones, acogía parroquianos, salvo algún despistado.
El exiguo público por fin se va acomodando en sus butacas, mientras hablan con otros que allí se encuentran. En ocasiones la socialización impide comprobar qué está pasando encima de un escenario. Encima del escenario ya estaba pasando algo. El color negro invade el decorado y se derrama por el recinto, incluidas las retinas de los allí presentes. Aún así el público se resiste a callar del todo. Hasta que empieza a sonar una música tan perturbadora como desafiante. Esa música nerviosa absorbe al receptor y empieza a conducirlo por espacios mentales y emocionales a la velocidad que propicia la nota sonora certera.
En el escenario hay largueros de madera, hay un hombre que se va incrustando en lo que parece ser una pira fabricada con esos largueros. Y hay una duna negra que empieza a crecer del suelo, como crecen desde abajo los momentos que presagian la muerte, o el reto a la misma, al más puro estilo de Harry Potter & Lord Woldemort. La tensión musical da buena cuenta de ello. Sin embargo hay un cambio inesperado: los palos van desmoronándose, él los recoge mientras ella, la sublime Dácil González, danza a ritmo operístico.
La historia
Y así, la historia de una pareja va yendo y viniendo, atravesando territorios encontrados. Los listones de madera se convierten en flechas, auténticas armas arrojadizas dispuestas a hacer diana. La música inquietante se ratifica como cómplice de ese binomio amor-odio. Los cuerpos, agitados, desvaídos, ingrávidos, volcánicos, se consagran más allá de una danza de fuego, donde tropiezan y caen de bruces contra una emoción detrás de otra.
La primera vez que el bailarín se desnuda, la bailarina se vuelve a vestir de duna negra, de burka demoledor, de muerte. El amor y el odio, el eros y el tánatos se restriegan sin piedad. Como cómplices incondicionales se muestran las texturas de la luz y su ausencia; la música reencarnada en múltiples formas incluidos los silencios, en ocasiones sepulcrales, llevada incluso al tecno.
La tuba en vivo, de la mano del musicólogo Hugo Portas, se manifiesta con cadencia sosegada, honda, en ocasiones casi imperceptible, vistiendo “La desnudez” de una atracción brutal hacia lo que allí se está contando.
En “La desnudez”, último trabajo del coreógrafo y bailarín Premio Nacional de Danza, Daniel Abreu, encontramos pinceladas de la veterana e innovadora Carmen Werner, con quién Daniel suele colaborar, y de Luis Martínez, músico que viste trabajos y producciones de esta coreógrafa y bailarina de reconocimiento mundial. Encontramos también la presencia del yoga, en asanas como Sarvangasana (postura de la vela), mostrándonos en el escenario un prometedor equilibrio del concepto pareja sentimental, que por cuestiones varias vuelve al caos y a la devastación, a pesar de que la asana Vrksasana (postura del árbol) indique, precisamente, todo lo contrario.
Y a pesar de ser poco, al final del espectáculo, el público se entrega en una ovación prolongada y sentida, como no podía haber sido de otra manera, ante la majestuosidad allí presenciada.
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