Anoche fui yo quien desperté a los vecinos. Un ataque de tos a las dos de la madrugada que ya deben de haberme aislado. Imagino mi piso todo precintado, plastificado como en una película de zombis. Porque en esta crisis los medio constipados y alérgicos llevamos semanas aguantando miraditas: el estigma del estornudo y los mocos pesa como una losa.
Lo cierto es que yo pensaba dejar en paz al vecindario. Callarme el hecho de que juraría que los de arriba siguen recibiendo visitas. Se mudaron hace poco y no deben saber que enfrente vive un guardia civil y la cosa puede ponerse fea. Ya paro, que empiezo a recordarme a los delatores de la guerra y yo, puesta a elegir, prefiero estar en la trinchera.
Hablando de trincheras, no quiero pensar en cuantos nos hemos acordado estos días de la última de Antonio de la Torre. Yo, como él, empiezo a quedarme entumecida y nos imagino en un futuro con chepa y barrigones de tanta vida sedentaria. Con los brazos cada vez más cerca del suelo, como hombres primitivos.
Siendo sincera, anoche en mi calle hablaban dos personas. Me dieron ganas de asomarme y preguntarles si se habían dado un golpe o qué. Hay gente que no sabe estar en casa, cuando a mí lo que me impone es cómo se está poniendo salir. Ayer me vi obligada a ir al súper, porque la lista de la compra empezaba a ganarle terreno a las notas que tomo para escribir esta columna: bus vacío, tomates, niña que corre, aguacates, sirena de ambulancia, agua, conductor con mascarilla, café.
He salido lo más uniformada que he podido para una crisis sanitaria de estas dimensiones: guantes de piel color camel, gel desinfectante conseguido en el mercado negro y una bolsa de plástico del Mercadona para acreditar que iba al Consum. De la experiencia me he quedado con una cosa buena: si la cajera sigue tonteando con el de seguridad es que quizá no estamos tan mal, ¿no?
También me he traído sensaciones negativas. Para empezar, estoy entre la minoría que no tiene mascarilla, lo que me hace plantearme qué clase de periodista sin contactos estoy hecha (sirva esto para decir públicamente que acepto mascarillas). Pero, sobre todo, me he venido preguntando por qué demonios siguen adelante las obras del edificio del Toblerone si son lo primero que hubo que prohibir.
Se me olvidaba. Aunque ya no quedaban aguacates, sí he podido comprar café y, en este preciso momento, me tomo una taza. De paso he conseguido que mi pisito huela a hogar. Por el café y por el tupper de lentejas de mi madre. Mamá, ya solo me quedan tres, los guardo como un tesoro.
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