Un festivalero llega al Dreambeach a tiempo para disfrutar de los primeros espectáculos de la noche. Viste una camisa de cuadros o rayas -según el día-, con los faldones por dentro de un pantalón largo y un cinturón. En los pies, calza unas zapatillas de deporte rojo fosforito, ya que su plan es aguantar hasta que el sol se vuelva a posar sobre las aguas del Mediterráneo. Va rotando de escenario en escenario, sin parar. Quiere escuchar y bailarlo todo. Al fin y al cabo, dice, “son solo tres días, hay que vivirlos”.
Su nombre es Agustín Bravo Lupiañez, conocido popularmente como ‘Don Agustín’, y es el huevo de Pascua de los diez años de historia del festival de música electrónica más conocido de España, nunca se ha perdido una sola edición. Cuenta que se siente afortunado incluso por el nombre con el que llegó al mundo: “A de amor, B de bravo y L de mi madre, gracias a la que tengo una antena clavada en el cielo y la otra extendida sobre la tierra”, se ríe.
Y es que este granadino, establecido en Almería más de la mitad de su vida, se siente despegar del suelo cada vez que la música lo rodea. “Los que me conocen me dicen que es como si un espíritu se hubiera apoderado de mí, porque yo he cambiado mucho en mis siete décadas de edad”, relata.
El Dreambeach’24, desde los ojos de un septuagenario
“Este año he ido jueves, viernes y sábado, porque me viene bien, aunque he dormido cuatro horas todos los días”, reconoce entre risas. Y es que la rutina de Don Agustín durante la duración del festival es digna de ser estudiada. Dormía desde las dos y media del mediodía hasta las seis y media de la tarde, hora a la que se levantaba, escogía su outfit, se afeitaba y se cogía un par de buses hacia el Dreambeach.
Allí lo daba todo hasta las siete de la mañana, cuando volvía a coger, apelotonado junto al resto de dreamers, un autobús que lo dejase en la estación de Almería y otro para su pueblo. Una vez en su casa, se comía un plato de migas que compartía “con los pájaros”, daba de comer a sus perros, se acostaba y vuelta a empezar.
En el propio festival no se ha quedado quieto; le aburre beber parado. Ha desarrollado un baile propio que quiere patentar: “Yo bailo con una sola pata y hasta el momento no he visto a nadie que lo haga como yo”, asegura. Al contrario de lo que podría parecer por el prometedor elenco de artistas invitados, el sábado no fue el día favorito del anciano: “A mí me gusta moverme de carpa en carpa y bailar en corrillos, pero había tanta gente que no podía ni pasar”.
Al preguntarle por su artista favorito, Don Agustín reconoce sin vergüenza que él no conoce a ninguno: “Yo me limito a disfrutar de la música moderna: techno, rumba… todo lo que tenga ritmo. Yo no sé bailar ni pasodobles ni música lenta”. Recuerda con cariño el momento en el que hace dos años Eladio Carrión lo subió al escenario: “No sabía quién era, pero el momento y la música me volvieron loco”.
Su popularidad ha quedado plasmada en cientos de fotografías y vídeos que los festivaleros le echaron durante todo el evento: “Me iban pidiendo fotos por todos lados, hasta cuando iba al baño. Me dijo un chaval que tenía que cobrar un euro por cada imagen, pero a mí me encanta que me tiren fotos y no pienso pedirles ni un duro”, asegura.
La transformación de Don Agustín
Aunque almeriense de corazón, Don Agustín nació en 1950 en la provincia de Granada. Es un hombre al que las fronteras nunca han podido frenar y su trayectoria así lo demuestra. Obrero en una fábrica de Barcelona, agricultor en los invernaderos del archipiélago canario, recluta en la mili y aspirante a cura de quinto año en los ‘Misioneros Paules’, no fue hasta que alcanzó los 40 cuando decidió afincarse en El Ejido y dar un giro radical a su biografía.
Por aquella época se encontraba en Canarias, donde tuvo un susto debido a un episodio de salud por el que tuvo que internarse en un psiquiátrico en Almería. Allí conoció a “su salvador”, Francisco Cava Lucena, cuyo nombre también sabe cómo desmenuzarlo: “Francisco es nombre de macho, Cava de cavar en los entresijos de las personas, y Lucena, de luz ajena, luz para los demás”, explica.
Allí, el doctor Cava espantó su timidez: “Me quitó las hierbas que tenía en la cabeza y me hizo el hombre más feliz”, recuerda. Su transformación pasó también por las manos de una vidente francesa, quien le envió libros de autoayuda y le enseñó a respirar desde el estómago, una de las claves de la legendaria resistencia de este personaje tan querido y entrañable.
Tras conocer la primera mitad de su vida, el lector quizás pueda preguntarse en qué punto de su historia comienza su intensa relación con el baile. Don Agustín responde con sencillez que llegó después de conocer a sus dos guías: “Yo de joven no sabía bailar, me daba mucha vergüenza. En los Bérchules (Granada), cuando era San Pantaleón, me compraba un cubalibre y cuando llegaba el momento de bailar, yo me iba a dormir”, asegura. Fue pasado el ecuador de los 40 cuando, con la compra de una radio y una cinta, comenzó a fraguarse la leyenda.
“La cinta era Sombra y Luz, la canción de los gitanos: sombra y luz, el hombre y la mujer, la noche y el día. Con ellos me vine arriba y aprendí a bailar”, reconoce. Comenzó a frecuentar los bares de la calle Granada, en El Ejido, y a bailar “el bacalao” con los jóvenes. “Primero me limité a observar. Tres semanas después, ya bailaba con ellos”, rememora.
Don Agustín comenzó así su gira por las fiestas de la provincia: “Empecé a bailar en Almerimar, en las fiestas de mi tocayo San Agustín -donde por primera vez un gitano me dijeron que era ‘un máquina’- y ahora estoy invitado a la Feria de Almería, a la caseta de los jóvenes”, enumera.
Hoy Agustín se considera un hombre al que nunca le dará una depresión: “Basta con recordar un solo minuto de lo feliz que he sido en los festivales o en otras fiestas para mandar a la tristeza y las enfermedades a freír espárragos”, asegura. “Ahora y en el futuro me veo disfrutando, bailando y cerrando teatros. He practicado mucho, he leído muchos libros y, si todo va bien, el año que viene me volveréis a ver en el Dreambeach”.
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