El recuerdo de tu primer ‘magnetofón’

El magnetófono fue la revolución de los 70 y 80, el aparato que nos cambió la vida

El recordado Juan José y sus guitarras con el magnetófono en el que grababa sus composiciones musicales.
El recordado Juan José y sus guitarras con el magnetófono en el que grababa sus composiciones musicales. La Voz
Eduardo de Vicente
19:41 • 08 sept. 2024

En 1976 la casa Philips sacó el modelo ‘todo terreno’ y las playas se llenaron de música. La aristocracia juvenil de trancos y futbolines que brotó por todos los barrios allá por los años setenta, le llamaba peluco a un reloj y loro a aquellos artilugios que en un mismo aparato traían radio, cassette y grabadora. Cada generación tuvo su aparato fetiche.



En los años sesenta fue el tocadiscos, que tanto influyó en la vida de los jóvenes de aquel tiempo. Tener un tocadiscos era un lujo y las pandillas de jóvenes tenían que conformarse con que alguno de sus miembros tuviera una de aquellas gramolas modernas. Un tocadiscos para veinte, suficiente para poder organizar los bailes caseros de las tardes de los domingos antes de que se pusieran de moda las discotecas y mucho antes de que aparecieran en escena los pubes.



El tocadiscos fue para muchos niños y adolescentes de aquel tiempo la coartada perfecta para aislarse de la familia, encerrarse en su habitación y dar un paso adelante en ese difícil camino que llevaba de la infancia a la adolescencia. Tener un tocadiscos te colocaba un peldaño por encima del resto de la pandilla y convertía tu casa en un templo donde los amigos se citaban para escuchar música. 



En los años setenta siguió reinando el tocadiscos, pero pronto se vería relegado a un segundo plano por los radio cassette y por la aparición en escena de los primeros magnetófonos, que te proporcionaban el privilegio de poder grabar las canciones que escuchabas en la radio y de jugar a la aventura de ser cantante y grabar tus propias canciones como si fueras una estrella del olimpo musical.



Quién no recuerda su primer magnetofón. Cuando llegó se convirtió en un compañero inseparable, una prolongación de nuestro cuerpo, una sombra que siempre estaba presente: en el dormitorio, en la cocina, en el patio y hasta en el cuarto del váter. Fue tan absoluta su presencia que llegó a crear conflictos generacionales con los padres, que veían en aquel artefacto un peligroso aliado que apartaba a los jóvenes de sus obligaciones. “Este niño está apollardao con tanta música. Como me canse le tiro el cacharro a la basura”, le oí decir una vez a mi padre.



El magnetofón fue una auténtica revolución que nos cambió la vida. Cuántas veces, cuando sonaba por la radio aquella canción de moda que nos tenía enganchados, salimos corriendo para colocar una cinta virgen en el compartimento y darle al botón rojo, el de ‘record’ para grabarla y poder escucharla sin límites. 



Los radiocasettes con magnetofón empezaron a aparecer por las tiendas a comienzos de los años setenta, pero no fue hasta finales de esa década cuando se hicieron más populares y llegaron a todas las casas. En 1974, uno de aquellos aparatos con grabadora se vendía a más de tres mil pesetas en la tienda de Capri Televisión, en la  calle de Reyes Católicos. Tener uno de aquellos artilugios era un lujo  que no estaba al alcance de la mayoría de los inquilinos de la clase media.



Con los años fueron apareciendo nuevos modelos y la competencia abarató los precios, aunque fuimos muchos los jóvenes de aquella época que tuvimos que coger el  atajo comercial de Melilla, donde por la mitad de precio que aquí te traían un Sanyo de aquellos que te duraban toda la vida, con onda media y frecuencia modulada, con su radiocasete y su magnetófono incorporado, y además con la ventaja de estar recogido en poco espacio, por lo que lo podías desplazar con facilidad. 


Cuando los domingos nos íbamos de viaje en el coche familiar, echábamos el radiocasete y cuatro o cinco cintas con la música que nos gustaba. Nos hicimos especialistas  en cintas C-60 y C-90, que nosotros mismos manipulábamos y arreglábamos cuando de tanto uso acababan partiéndose.


La revolución llegó también a las playas y cuando ibas al Zapillo con los amigos a pasar el día de fiesta tenías que cargar con la nevera, con la bolsa de la comida y con aquel aparato musical que se nos había colado hasta el fondo de nuestras vidas. La playa parecía una discoteca con distintos ambientes: lo mismo podías encontrarte con un grupo de jóvenes que estaba escuchando a Paco Ibáñez o a Carlos Cano, que con una familia de las de sandía enterrada en la orilla y garrafa de vino que se bañaba al compás de las canciones de los Chichos sonando a todo volumen.


Las casas se llenaron de radiocasettes con grabadora y de cintas que muchas veces creábamos nosotros mismos a fuerza de grabar las canciones que ponían en la radio. Había otra posibilidad de tener tu cinta a medida, era la que te ofrecía la tienda de Galería del Disco, que en los años setenta se instaló en la calle Arraéz, en la esquina frente al convento de las Puras. El propietario supo oler el negocio y además de vender discos y cintas originales, montó un dispositivo de grabación para que el cliente pudiera elegir con total libertad la cinta con las canciones que quería: “Me graba usted, en la primera cara del disco ‘El Patio’ de Triana y en la segunda cara el ‘Year of de Cat’ Al Stewart”, le decíamos al dueño.


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