La reveladora caída del caballo ocurrió el pasado viernes 8 de abril, diez minutos después de que Pablo Iglesias volviera - ya he perdido la cuenta por cuantas veces; son tantas ya- a humillar al PSOE. Fue entonces, ciento diez días y diez minutos después de las elecciones del 20D, cuando Antonio Hernando, portavoz socialista, declaró que acababan de darse cuenta que, en el proceso de búsqueda de pactos, Iglesias no se había movido de la casilla de salida desde la noche electoral. Más de tres meses para encontrar la luz en una oscuridad inexistente.
Desde que Podemos irrumpió con fuerza en las Europeas de 2014, nadie con un caudal mínimo de perspectiva ha concedido nunca mucha probabilidad a la posibilidad de alcanzar acuerdos para el gobierno del país entre las dos fuerzas hegemónicas de la izquierda. Nadie, salvo Pedro Sanchez y el coro entusiasta de su ejecutiva, ha concedido muchas opciones a esta posibilidad. Sencillamente porque PSOE y Podemos son dos trenes de casi imposible confluencia.
La estrategia de Iglesias no es gobernar; a corto plazo, su objetivo es alcanzar el liderazgo de la izquierda desde un discurso transversal y populista- tan cercano al peronismo (con “Evitas” incluidas)- que, cualquier camino, pasa por situar al PSOE en la irrelevancia de actor secundario en decadencia.
Lo sorprendente es que una estrategia tan obvia (si quiero aplastar a mi adversario no lo voy a consolidar), sea imposible de ver por la dirección socialista. Es verdad que muchos de los actuales ocupantes de los despachos de Ferraz emiten cada vez que hablan señalas alarmantes de una preadolescencia política inquietante, pero no es menos cierto que, entre todos, no pueden acumular tanta ceguera.
Detrás de aquellos ciento diez días y diez minutos de engaño conscientemente asumido y en estas últimas semanas de desaliento, lo que hay es un intento desesperado por alcanzar el poder aunque, para alcanzar la cima, haya que correr el riesgo de abandonarse al abismo de un pacto en el que Iglesias sería el jefe de un gobierno presidido por Sánchez.
La actual dirección socialista sabe que o llega a la Moncloa en mayo o no llegará. Los sondeos-aunque (casi todos son de encargo y, por tanto, a gusto del que paga)- no anuncian buenos vientos y si no alcanza la investidura en una jugada de última hora y a la “catalana” y las previsiones demoscópicas se confirman, el liderazgo de Sánchez no irá más allá del próximo congreso federal. La aventura habrá terminado y será Susana Díaz la encargada de reconstruir la nave tras el naufragio.
Un naufragio que no tiene, necesariamente, que ser catastrófico. Incluso sacando el mismo número de escaños, la situación de Sanchez sería insostenible. Después de fracaso histórico de diciembre, de la gestión voluntarista de la búsqueda del pacto con Ciudadanos y Podemos y, si se da, de un resultado electoral insatisfactorio en junio su tiempo se habrá agostado. No se puede fracasar tres veces y continuar liderando un partido como el PSOE; sobre todo si no se tiene consistencia ideológica y estratégica, virtudes de las que, a la vista de los hechos, no anda muy sobrada la dirección socialista.
El PSOE se ha dado un tiempo de espera y las discrepancias no están saliendo a la luz, pero circulan por los subterráneos. En un partido en el que los gestos tienen tanto valor como las palabras nada está escrito. El encuentro entre Pedro Sanchez y Susana Diaz el miércoles en la Feria de Sevilla- cada uno llego y se fue por su lado- y la visita del secretario general a Córdoba, Málaga y Granada en las últimas 48 horas- por cierto ¿por qué queda descolgada Almería, quizá porque no hay pedristas más allá de Roquetas? – no ha sentado nada bien en san Telmo y san Vicente. No lo dirán; tampoco lo negarán sinceramente.
Los próximos días van a ser decisivos y nada garantiza que no haya alguna extravagancia de última hora. Puede ocurrir. Pero si ocurre Andalucía romperá el discreto silencio con que está acompañando el viaje de Sánchez hacia la confluencia imposible con Podemos. La ejecutiva federal ha tardado ciento diez días en ver la luz; lo que quizá no haya visto hasta ahora es que, si la extravagancia matiza la regla de unidad e igualdad constitucionales la apuesta del último minuto puede acabar en tragedia; sobre todo para los participantes en la partida madrileña.
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