AL - 1

Fausto Romero-Miura Giménez
22:32 • 06 ago. 2016

La noche del día 1 agosto, hace años, vi en el Paseo Marítimo a mucha gente de vacaciones. Me impactó, en especial, una pareja de mediana edad, tristísima -él, escuchimizado, con pantalón corto y calcetines- que, taciturnos, se llevaban a la boca, rítmicamente, una cucharilla de helado mientras caminaban ensimismados y tristes sin dirigirse la palabra. Sin duda, tenían que amortizar la inversión realizada para vacar. Yo no me atrevería a decir que fuese una pareja feliz. En absoluto. Pero a lo mejor lo era: en vez de continuar su incomunicación en Villanueva del Pardillo era mejor hacerlo, de vacaciones, en el atestado Paseo Marítimo de Almería. ¡Es tan personal esto de las vacaciones! Todo el año esperándolas…
Yo prefiero tomármelas con la calma que me permite mi nieto –poca, claro, pero ¡tan insuperablemente feliz!- y en Almería: ¿por qué me voy a ir si tengo el privilegio de vivir en el destino de quienes quieren ser felices?
Y este año las he anticipado tres días: me declaré en vacaciones la noche del 28 de julio, cuando asistí, en Garrucha, a la entrega de los Premios del Levante de La Voz de Almería, iniciados con el saludo emocionado y garruchero de Manolo León. Y ya conté mi emoción al vivir el acto justo en la puerta de la casa de mis bisabuelos, en la Plaza de Pedro Gea, remodelada con todo el gusto y el amor que siente por su pueblo, por el arquitecto Antonio González Gerez, que la ha convertido en una especie de patio para la amistad y la tertulia al fresco de la noche marinera. Así debió ser el Ágora.
La casa de mi bisabuelo, Simón Fuentes, era, para mí, como la de Macondo para el coronel Aureliano Buendía:  mágica, con aquella escultura fantástica de un negro sentado en un sillón leyendo el ABC al final de la escalera, que tanto me asustaba, de chiquitillo. Una casa en la que conocí a la familia de Julio Iglesias que, entonces, veraneaba en Garrucha. De él, apenas recuerdo a un niño un poco mayor que yo al que llamaban “Sabú”, porque se ponía negro como un tizón, pero sí, perfectamente a su madre, Rosario de la Cueva, Charo, esplendorosamente guapa, alta, rubia, con una trenza que se ponía como una tiara, y los ojos azules, enormes. Y a todos, mi familia incluida, cantando habaneras por las noches, en la puerta de la casa, ese nuevo patio de la amistad. Lo normal era cantar a coro, aunque los señores preferían que cantase sola Loly, la tía materna de “Sabú” -una señora espectacular, que conocía el repertorio entero de Celia Gámez- con gran escándalo farisaico de las otras señoras, especialmente cuando cantaba –y escenificaba- “Pichi” o “El beso en España”... ¡Qué hermosa aquella casa, y aquella -y ésta- Garrucha en la que nació mi madre! 
La otra noche, allí, estuve en muchos corros. De muy queridos amigos, de viejos conocidos y ¡hasta de buenos políticos! Los hay.
Y, ahora, juego con mi nieto, tomo el sol, me baño y leo, leo, leo. La gula es un pecado maravilloso. En mi caso, gula de letras. Y en estos días, he releído un libro delicioso, de recuerdos vividos, no de historia, “Aquella Almería”, escrito en 1975 por don Francisco Giménez Fernández –que vivió siempre en la Puerta de Purchena- padre de mis muy queridos amigos los Giménez Alemán. Paco es un periodista de prestigio nacional, y debería reeditara el libro, una especie de crónica sentimental de Almería -lugares, costumbres, gentes- desde 1910, más o menos, -cuando aún no existía el Paseo como tal- hasta 1975, que he vuelto a leer con la emoción añadida de ver sus páginas anotadas por mi padre, en una especie de libro paralelo.
Y cito sólo un ejemplo: el Acta de matriculación del automóvil AL-1 –el primero, pues, que hubo en Almería, propiedad de don Luis García Peinado, bisabuelo de la guapísima Margarita Orozco-, fechada el 3 de enero de 1901: “examen de un cuadriciclo automóvil con motor de esencia de petróleo.” “Recorrió con la velocidad media de 25 kilómetros por hora la distancia de 16 kilómetros... En algunos trayectos horizontales y de pequeña pendiente la velocidad máxima llegó hasta los 30 kilómetros por hora, a pesar de los muchos baches que tenía la carretera. Haciendo funcionar cualquiera de los dos frenos de que está provisto, se detuvo su marcha en un espacio de 8 o 10 metros… El ruido que produce su marcha no es exagerado, con raras excepciones no se espantaban las caballerías que transitaban por la carretera” Por lo cual, se autorizó su circulación.
¡Tempus fugit! ¡Y cuánto: he pasado de que D. Francisco fuese mi analista clínico a que lo sea Manolo, su nieto! Pero aquí sigo, feliz, analizado y acalorado: de vacaciones.







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