Esto no es lo que era. Nos ha costado pero ya no somos aquellos inquisidores apostados en las almenas para vigilar las esencias aldeanas. De aquellos almerienses que clamaron venganza contra Goytisolo porque retrató en una prosa viajera la podredumbre de La Chanca y la desolación sentimental de los Campos de Níjar, o de los que se alarmaban cada vez que por aquí llegaba un medio de comunicación nacional o extranjero para hacer un reportaje sobre nuestros invernaderos, a esta Almería que ayer acogió en un auditorio a rebosar a los protagonistas de una serie que refleja un relato de ficción bajo el mar de plástico de nuestros invernaderos hay una distancia abismal.
El paso de ser un poblachón periférico a una provincia moderna viene siempre determinado por la construcción de una red de comunicaciones que aparquen las antiguas carreteras y los antiguos trenes que más que unir separaban y por la existencia de una trama de servicios sanitarios, académicos, sociales o de ocio que hagan olvidar el carácter precario y caritativo de los que les precedieron. Eso es imprescindible. Pero el círculo no se cierra hasta que los ciudadanos no cambian su forma de ver el mundo.
Las infraestructuras hacen permeable nuestra comunicación con el exterior, acercan lo que estaba lejos, pero por el alquitrán de las autovías o el acero de las vías no transitan solo las personas o las cosas. También las recorren las ideas en un incesante e interminable camino de ida y vuelta en el que todos los que hacen el trayecto ganan.
Los círculos nunca se acaban de cerrar, pero la asistencia de anoche del equipo de “Mar de Plástico” a la Gala de Clausura del Festival de Cine de Almería, aunque anecdótica, sí tiene un perfil que le acerca a ese punto fronterizo que separa el ensimismamiento defensivo del relativismo pragmático.
Cuando comenzó a rodarse la serie- ¿lo recuerdan? -, no fueron pocos los que pusieron el grito en el cielo denunciando que, ¡otra vez!, los medios nacionales iban a agredir la imagen de la provincia. Hasta hubo algunos políticos que estuvieron cerca de caer en el error de encabezar la manifestación. Al final se impuso la sensatez y aquel temor infundado de entonces se convirtió ayer en reconocimiento, quizá exagerado.
Si Nueva York es la ciudad más atractiva del mundo siendo sus calles las que más crímenes ha protagonizado en el cine y nadie confunde esa ficción con la realidad, ¿por qué habría que suceder lo contrario con una serie rodada bajo invernaderos? Y en el caso- en general- de los creadores, de los artistas, quién es el culpable de sus retratos, ¿la realidad que ni nos ayudaron a modificar ni supimos corregir o el autor que la refleja en un cuadro, en una fotografía o en un libro?
Es curioso, pero pocos han reparado que la visión del almeriense sobre lo que reflejaban de nosotros ha sido en el pasado tan sectaria que la inocencia o la culpabilidad sólo dependía del lugar de nacimiento de quien se decidía hacerla
Falces y Pérez Siquier forman parte de la Historia con mayúsculas de esta provincia porque con su ojo mágico y genial han sabido “mirar” como nadie el alma -desgarrada, o luminosa, o desconcertante- de los almerienses. Algunas de sus fotografías reflejan con nitidez insuperable la belleza, pero también el desagarro de un territorio lleno de contrastes. Cantón Checa y los indalianos dejaban intuir en sus cuadros la miseria sórdida de las casascueva de La Chanca tras sus pinceladas coloristas. Fausto Romero en su “Memoria de una tierra dormida” describe un paisaje vital y humano descorazonador. Nadie (bueno, quizá algún tonto de esos que hay con balcones a la calle) les censuró por eso. El ser almerienses les absolvía de cualquier pecado.
Dice Kavafis en su viaje a Itaca que “A lestrigones ni a Cíclopes, / ni al fiero Poseidón hallarás nunca, /si no los llevas dentro de tu alma,/ si no es tu alma quien ante ti los ponen”.
Desde hace mil años nuestra alma colectiva ha estado llena de fantasmas interiores y temores exteriores. Todo lo que existía extramuros era percibido o desde el desdén o desde el agravio. Hemos sido una provincia ensimismada a la que todo lo ajeno le resultaba a veces indiferente y siempre una amenaza.
Ahora parece que hemos cambiado (y no lo escribo por la anécdota de “Mar de Plástico” claro). Hay decenas de situaciones que avalan que aquella sordidez inquisitorial ya solo habita en un puñado de patriotas de pandereta inasequibles al desaliento. Almería mira al exterior, y el exterior mira a Almería con la naturalidad de quien se ha despojado del síndrome del agravio o de la indiferencia. Es verdad que, como cualquier otra provincia, también somos objeto de deseo cuando las páginas de sucesos o el morbo se adentra tierra adentro. Esta semana, sin ir más allá, ha sido Adra la que ha ocupado minutos y minutos en la basura del atardecer televisivo por la muerte de La Veneno. Los buitres han sobrevolado su cadáver con la obscenidad de los desalmados en busca de audiencias.
La visión -una y otra vez y otra y otra y así durante minutos y minutos- de la imagen de cinco imbéciles apedreando desde un cerro la limusina en la que viajaba la transexual en una visita a su pueblo en aquellos días de vino y rosas televisivas solo representa a esa banda de cretinos, (posiblemente incentivados por quienes les grababan: qué casualidad que hubiera allí una cámara de televisión para inmortalizar la estupidez). Pero si, en el momento en que se grabaron, pudieron levantar un sentimiento de agresión al municipio en los tontos de guardia que siempre hay, su utilización de ahora por la carroña ávida de excrementos sociológicos sólo ha provocado indiferencia.
Afortunadamente los almerienses ya hemos aprendido que cuando los ciudadanos miran la realidad con inteligencia, la mierda siempre acaba cayendo sólo sobre quienes la generan.
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