Las más de treinta mil hectáreas de bosque agrícola bajo plástico- qué otra cosa, si no, son los invernaderos- y la conquista de las cocinas del mundo por el Silestone, son considerados como los símbolos más emblemáticos para representar el espectacular cambio vivido por Almería en los últimos cuarenta años.
Convertir un desierto en la mayor huerta de Europa o transitar del pasado histórico del mármol a las encimeras de sílice elaboradas con geometría matemática, son dos metas, tan espectaculares en sus logros y en su estructura (y tan distintas; aunque no tan distantes: son dos ejemplos de innovación extraordinarios), que simbolizan objetivamente de dónde venimos, dónde estamos y hasta dónde podemos llegar.
Pero si su simbolismo es incontestable, sería un error detenerse solo en la luminosidad de la punta del iceberg económico y olvidar la revolución sociológica y demográfica vivida desde entonces.
En el espléndido informe elaborado por Emilio Ruiz y publicado por La Voz el pasado lunes en el que se documentaba como, desde 1979, 62 pueblos de la provincia han perdido habitantes hay un paisaje humano en el que merece la pena detenerse.
El primer dato que sorprende es que en tan solo apenas cuatro décadas- 37 años es un suspiro en la historia de una provincia-la población almeriense aumentó en casi 300.000 habitantes. Que después de la sangría de la emigración, el crecimiento demográfico haya sido tan espectacular es un dato que invita al optimismo. Pasar de un crecimiento negativo a otro tan positivo cuantitativamente es un fenómeno estructural que confirma que el cambio en el modelo productivo iniciado hace cincuenta años ha sido sostenible y continuará siéndolo en el futuro. Sin los invernaderos, Almería no habría sido nunca lo que ha llegado a ser y, sobre todo, lo que puede llegar a ser.
En las sociedades conservadoras cualquier cambio es visto siempre como una amenaza y nunca como una oportunidad. Almería lo era entonces y, en parte, lo continúa siendo ahora. No es de extrañar, por tanto, que aquellos pioneros de la arena y el plástico fuesen percibidos- por tantos que nunca fueron capaces de hacer nada- como unos enloquecidos temerarios condenados al fracaso.
En poco más de tres décadas, Roquetas ha pasado de 18.891 a 91.965 habitantes; lo que entonces era Dalias y el núcleo dependiente de El Ejido, de 32.00 a casi 90.000; Vícar, de 7.000 a 25.000 y la comarca en general de 92.000 a 259.000. Los datos son tan elocuentes que no necesitan muchos argumentos para asegurar que esa expansión demográfica tan vertiginosa no hubiese sido posible sin la expansión del sector agrario.
Al igual que sucedió en otros territorios donde el franquismo alentó, financió y potenció la llegada de industrias y, con ellas, un aumento formidable de la demografía, la “industrialización” de la agricultura almeriense (los invernaderos están más cerca de una fábrica de producción que de la agricultura tradicional) han atraído durante estos años a decenas de miles de personas que han encontrado en ellos el modo de vivir que no encontraban en sus lugares de origen.
El aumento demográfico- trecientos mil habitantes más que hace cuarenta años, no lo olviden- tiene, por tanto, una referencia extraordinaria como símbolo para definir la “nueva Almería”. Y más extraordinaria aun si buscamos en esa avalancha demográfica la procedencia geográfica, cultural y étnica de quienes la conforman.
Almería ha pasado en menos de medio siglo de ser una fábrica de emigrantes a convertirse en una provincia que ya ha acogido a más de cien mil inmigrantes. Estamos tan acostumbrados a que su presencia forme parte de nuestro paisaje humano cotidiano que no valoramos la importancia que tiene su inclusión en el tejido social almeriense.
De la noche a la mañana las estructuras sociales, académicas o sanitarias han tenido que gestionar una situación de una complejidad formidable y para la que no estábamos preparados. Ni en camas hospitalarias, ni en centros escolares, ni en viviendas, ni en servicios sociales... en nada estábamos preparados para un tsunami demográfico de tanta envergadura en un territorio en el que la existencia de esas infraestructuras ya era insuficiente teniendo en cuenta, sólo, a los ciudadanos que ya lo habitaban.
Si nos alejamos del ojo del huracán de cambios que ha vivido la provincia, llegamos a la convicción de que Almería es un laboratorio en el que se trabaja sobre lo que va a ser Europa en los próximos años: llegada de inmigrantes, mezcla de culturas, explotación intensiva -y sostenible, no se olvide-, de los recursos existentes, optimización del uso del agua (que será el oro líquido del Siglo XXI) y despoblamiento de las zonas rurales.
El informe sobre riesgo de desaparición de municipios que publicamos hoy, realizado también por Emilio Ruiz, es alarmantemente revelador de que los cambios transitan por caminos de doble dirección. El progreso también tiene sus costes.
A lo que hay que aprestarse es a reducir al mínimo los impactos negativos del cambio demográfico, sociológico y territorial en el que estamos inmersos. No sé si habrá fórmulas para frenar el despoblamiento y sus consecuencias. Pero donde tengo más dudas es sobre la capacidad de quienes nos dirigen para encontrarlas.
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