Vuelo a la memoria histórica de dos almerienses

En las madrugadas tardías del 8 de julio del 38 y del 25 de abril del 39, dos almerienses fueron asesinados por cada uno de los bandos enfrentados en aquella guerra incivil y en aquella vic

Pedro Manuel de La Cruz
23:33 • 25 mar. 2017

La muerte llegó cuando a la vida le acababan de poner pantalón corto. Andrés y Pepe tenían once años aquel atardecer en el que, después de jugar a las chapas en los entornos de la Plaza Virgen del Mar, volvieron a casa y vieron en los ojos de sus madres el velo negro de la desolación. El primero en llegar a la tragedia inconsolable fue Andrés, un 8 de julio de 1938. Un año más tarde, fue Pepe el que alcanzó a comprender que la vida había perdido sin remedio aquella luminosidad que iluminaba su niñez. 
Fue entonces cuando el luto del horror oscureció para siempre el corazón de Adela y Amalia. Pero también fue entonces cuando el orden alfabético los unió en un pupitre de aquel único “instituto” que había donde ahora está la Escuela de Artes. 
Cada día, al salir de clase, Andrés y Pepe cumplían con la obligación de sacar escombros del santuario de la Patrona antes de abandonarse a la devoción de jugar al ping-pong con el padre Campos en Los Luises, una congregación de jesuitas situada donde hoy está la clausura de las Esclavas, en la iglesia del Sagrado Corazón.
 En las horas lentas del fin de semana ocupaban la última sala de sus casas-hoy en la mía; mañana en la tuya- para oír música clásica y jugar al ajedrez. Su hermana María cuenta que ya entonces “los veía muy mayores, muy silenciosos”. 
El tiempo pasó y Pepe se fue al noviciado de los Jesuitas en Granada y Andrés desfiló camino de Zaragoza para ingresar en la Academia General Militar. El destino, que los había unido en aquel pupitre de la plaza de Santo Domingo, volvía a separarlos en dos milicias, sin saber que nunca lograría su objetivo. Setenta años después Andrés y Pepe siguen enriqueciéndose en el mar infinito de los afectos sin haber mirado ni una sola vez hacia el pasado con rencor.
Andrés acabó profesando la disciplina militar hasta poseer el fajín rojo de teniente general y Pepe abandonó la sotana y el fajín negro de los jesuitas por la belleza de Teresa y una sobresaliente carrera de Derecho. Al final, Madrid, rompeolas de todas las Españas, volvió a unirlos en aquellas mañanas azules de recuerdos almerienses. 
Hoy, desde sus más de ochenta años, el teniente general Andrés Cassinello y el abogado José Fornovi contemplan ya la vida con el escepticismo de los sabios y sólo sucumben a la emoción renovada del abrazo. Ni aquel dolor de que sus padres murieran fusilados en Turón la madrugada tardía del 8 de julio de 1938 o en la tapia del cementerio de la capital en el amanecer del 25 de abril de 1939; ni la impiedad cruel de la victoria; nada pudo con aquel sentimiento de amistad nacido al dolor de las ausencias, al calor de la inocencia y al valor de la educación sin rencor de sus madres. 
Parece un cuento feliz en un mundo inexistente, pero es la historia real de dos almerienses a los que la Guerra Civil les robó la ternura de un padre y la alegría irresponsable de la adolescencia en aquella ciudad de pan negro y soledades.
Han pasado los años y no hace mucho propuse a algunos políticos que el mejor homenaje a todos los que sufrieron aquel horror -y en todos los bandos- podría ser, quizá, levantar un monumento en la Rambla, en el que quedaran esculpidos sobre el mármol blanco de Macael los nombres de los almerienses víctimas de la barbarie. El tiempo ha pasado, como siempre, y la idea descansa en el limbo de la indiferencia.
Quizá alguien, alguna vez, tenga a bien reflexionar sobre la posibilidad de que Almería, con este gesto, pudiera convertirse en la capital de la reconciliación. Lo que más tristeza produce es que, a lo peor, Andrés y Pepe ya no podrán darse su último abrazo a la sombra descansada del blanco inmaculado de Macael y al calor del sentimiento luminoso de sus corazones.


P.D. Este artículo se publicó el 8 de diciembre de 2008. Aunque tenga su origen en la muerte de dos almerienses a los que la vida situó en bandos contrarios, la celebración de ayer en Aguadulce vuelve a llenarlo de actualidad. Hoy, aquel abrazo de Andrés y Pepe bajo la sombra esculpida en mármol de los ochocientos nombres de los almerienses asesinados por uno u otro bando, es imposible. El hijo de Enrique Fornovi murió y, con él, la imagen de una reconciliación que hubiera dado la vuelta al mundo. 
En Almería, como escribió Machado, “Hoy es siempre todavía”. A los políticos almerienses les cuesta tanto todo que hasta lo que no cuesta nada les resulta imposible. 







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