Miguel Naveros, pura inspiración

`Los bolígrafos que vivían en el bolsillo de su camisa no eran casuales: su condición de escritor y el oficio de periodista tenían la culpa de ello`

Alicia Sánchez Romero
19:17 • 11 abr. 2017

Pocas figuras están grabadas a fuego en mi memoria desde los inicios de mi infancia. Pocas, pero entre ellas, sin duda, está la suya. Aquel señor que paseaba sus originales trajes con elegancia y sencillez por el barrio, envuelto siempre en un halo misterioso otorgado por el humo de su pipa, parecía salir de uno de aquellos libros que me leían por las noches. Era imposible no toparme con él sin quedarme embobada, imaginándolo como el protagonista perfecto de las mil y una historietas infantiles que me rondaban la cabeza al verlo.
Aquel hombre era Miguel Naveros. Con el paso de los años, supe que los bolígrafos que vivían en el bolsillo delantero de cada camisa o cada traje no eran casuales: su condición vital de escritor y el oficio ocasional de periodista tenían la culpa de ello.
Mi admiración por él, casi intuitiva por lo poco que aún le conocía, permanecía intacta cuando decidí estudiar Periodismo. Y esa decisión, sin saberlo, me llevaría a unirme cada vez más a aquel hombre que había estado presente desde la infancia. La etapa de conocerlo de vista no tardó en disiparse, inaugurando una de charlas más profundas; los “hola y adiós” se fueron tornando en sabios, necesarios, sinceros, certeros consejos sobre la profesión en la envolvente atmósfera de la librería Zebras. Hojear o encargar libros allí ya se había convertido en uno de mis momentos favoritos de las cada vez más esporádicas visitas a Almería.
Y fue precisamente en una de esas visitas cuando volví con una esperada tarea universitaria bajo el brazo: elaborar una entrevista creativa. La primera. “Tiene que ser él”, me había dicho en clase mientras el profesor daba las pautas del ejercicio.
Llegué ansiosa al bar donde nos habíamos citado, en nuestra plaza, donde, por cierto, seguiríamos reuniéndonos en otras ocasiones. Su humeante café solo –el primero de unos cuantos- presidía la mesa. Abrí la libreta y puse en marcha la grabadora. En mi cabeza daban vueltas las instrucciones del profesor: “aseguraos de que hacéis todas las preguntas”, “aunque llevéis grabadora, escribid notas para no mirar al entrevistado todo el tiempo y, así, darle más confianza” o “no os extendáis demasiado para no cansar a la persona”, entre otras directrices, resonaban con fuerza. No cumplí ni una. Unas preguntas llevaron a respuestas que inevitablemente necesitaban de nuevos interrogantes; apenas di uso al bolígrafo porque no podía evitar quedarme embobada mirándole, rebosante de admiración, mientras lo escuchaba; y, por supuesto, el café se alargó algo más de dos horas.
En aquellas dos horas no solo descubrí en profundidad su evolución ideológica, que su amor por la literatura le hizo ser libre, el significado que tuvieron sus viajes por la URSS, o el que tuviera en su haber un poemario y una novela pendientes de una última revisión. Descubrí mucho más. Él me descubrió la verdadera magia del periodismo: el incalculable valor de conocer a un ser humano, a un ser humano único como era Miguel.
Aquella inolvidable entrevista terminaba así: “Miguel Naveros se funde con nosotros en un largo abrazo y se marcha. Se marcha dejando una estela tras él con aroma a letras, exilios y libertad (…)”. Hoy, algo más de un año después, añado que se ha marchado dejando una estela tras él con aroma a cariño, calidez, generosidad y amor. 
Querido Miguel: aún guardo tu voz en aquella vieja grabadora. Aún guardo tus recomendaciones literarias en aquella servilleta del bar de nuestra plaza. Aún guardo tus mensajes y dedicatorias. Aún guardo nuestro eterno café pendiente. Aún te guardo. Y te guardaré siempre. 







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