No habían acabado de dar las doce campanadas en el reloj de la Puerta del Sol cuando sonaba un mensaje en el móvil de Simón: “Feliz año nuevo. Mis respetos duque y un beso muy fuerte a Pepa y a las niñas”. “¡Feliz año nuevo, camarada!”, respondía. Era siempre el primero, como también era Simón siempre el primero en felicitarle cada 18 de julio a las doce en punto. Nunca faltó tampoco una llamada de Naveros cuando íbamos de viaje a Extremadura: “¿Estáis en terreno susanista o ya estáis en tierra de los populares?”, lo que daba pie a comentar los últimos acontecimientos de la vida política local. Siempre pendiente el uno del otro.
La amistad entre Naveros y Simón nació el primer día que Simón pisó la redacción de LA VOZ en la Avenida de Monserrat. Se vieron reflejados e identificados en la pasión que sentían por lo que estaban haciendo. Yo he visto felices a los dos cuando se montaba un ‘gabinete de crisis’ por algún asunto de extrema urgencia, una noticia que exigía el máximo para estar a la altura al día siguiente en los kioskos. Cuántas veces han recordado entre Voll-Damm y Voll-Damm cómo fueron aquellos momentos del periodismo más puro, cuando al mando de Pedro organizaban en pocos minutos la estrategia para salir victorioso, y cómo al día siguiente el director les reconocía el esfuerzo con un “hemos triunfado”.
De todos los Naveros que había en Miguel, sé que Simón se queda con el Naveros de ir por casa, con el Naveros del día a día, el cotidiano, con el Naveros que aparecía en la redacción recién duchado y bañado en colonia infantil; con el Naveros que con un café en la mano y un cigarro hablaba de política local, nacional e internacional cada mañana. Cuántas veces he escuchado: “Naveros dice…”, para repetir sus argumentos. Le gustaba el Naveros que llamaba ‘Eduvigis’, ‘Duque’, ‘pepova’, ‘exuperio’, … que creaba personajes como si de una novela se tratara, el que vendía motos a diestro y siniestro, de ahí la factoría ‘motonáutica Naveros’.
Simón también prefería al Naveros estrafalario y encorbatado, el que le afeaba “llevar los huevos fuera” y el que le comentaba las aventuras de El loco, su perro, que había destrozado tres mandos de la tele. Disfrutaba hablando de su familia, de las cosas de La mona, su hija, de Belén su compañera, de Emilia, su madre, a la que engatusaba con otro vino para alargar la velada nocturna. Me consta que Simón ha sido uno más en esa casa que tantas veces hemos envidiado por abierta, acogedora, llena de literatura, de vida. Muchas veces imaginábamos que así serían las casas de los grandes escritores cuando las tertulias se hacían eternas en torno a un café. En su casa lo mismo coincidías con el cónsul de Marruecos que con un poeta, un pintor o con sus vecinos, los Martínez o los Córdoba.
Simón también prefería al Naveros del Amargo, al noctámbulo, al que todas las noches apostado en su rincón iba dando forma a los personajes de su próxima novela. Cogía notas en cualquier papel sobre ideas que iba tejiendo, escudriñando a la clientela y en sus conversaciones con la zumbá. Era el Naveros bohemio, el soñador y al que la vida nocturna, muchas veces, le daba fuerza para soportar la diurna. El Naveros del Berlín, una zona secreta creada por ellos pero donde luego se encontraban con toda Almería.
Sí, yo he sido testigo de esa amistad. Una amistad verdadera, sin condiciones, sin límites. He sido testigo de sus largas conversaciones por teléfono, de sus confidencias, de sus momentos bajos, de sus ilusiones y de sus frustraciones.
Miguel has tenido en Simón un gran amigo. No hay un día en el que no siga hablando de ti.
Mis respetos, Miguel.
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