Desconozco si alguna vez ha tenido la ocasión de contabilizar y padecer el tiempo de espera para que le atiendan cuando ha llamado telefónicamente a organismos, instituciones, compañías o empresas. Tras el tono de llamada deberá seguir las instrucciones de una voz robotizada que le indicará los pasos a seguir con la pulsación de diferentes botones de su terminal telefónico. Después de este preámbulo de obligado cumplimiento, si aún tiene suerte de que su gestión no se tenga que tramitar exclusivamente por vía telemática y tras “deleitarse” con un sinfín de sintonías musicales, es posible que cuente con el privilegio de escuchar una voz real al otro lado de su teléfono que generalmente corresponde a un/a sudamericano/a que vaya usted a saber en qué lugar del mundo se encuentra. Acaso también le atienda una voz norteafricana que no se halle lejos de su lugar natural de procedencia. En numerosas ocasiones, tras tediosas y cansinas conversaciones , al final es muy probable que la supuesta imposibilidad de resolver nuestra gestión encuentre la siempre socorrida justificación de que se ha caído el sistema y nada se puede hacer hasta que no vuelva. En ese instante a uno le cabe pensar que nos han creído sordos o ciegos.
Hace un par de semanas acudí a un centro comercial a cambiar un pequeño electrodoméstico porque no ofrecía todas las funciones que debería poseer, según la publicidad del establecimiento. Elegí uno distinto, aunque cinco euros más caro que, lógicamente, debía abonar. Años atrás, seguramente esta tramitación comercial hubiese sido casi inmediata por su simplicidad, pero los nuevos protocolos impuestos por las tecnologías que todo lo presiden propiciaron un tedioso proceso que costó una media larga hora de tiempo tanto a los empleados de la tienda como a este consumidor. Según me explicaron con toda amabilidad, en primer lugar había que dejar constancia en el sistema informático del comercio de que se trataba de una devolución, con el cotejo del correspondiente ticket y la estampación de mi firma electrónica, pero no acabó ahí el trámite. Luego hubo que modificar el resguardo de mi primera compra y, tras elegir el nuevo electrodoméstico, emitir otro recibo con la segunda compra, cruzar los dos, efectuar una sencilla resta que mentalmente se hubiera realizado en un periquete, archivar uno de los dos recibos y cerrar la caja registradora porque así lo ordenaba, reabrirla de nuevo y reiniciar todo el procedimiento. Tras más de media hora, el dependiente me comunicó lo que treinta minutos ya sabía: tiene que abonar cinco euros. Agradecido, abandoné la superficie comercial con media hora menos de mi escaso tiempo.
La casuística de experiencias similares y de otra índole, en las que las tecnologías mandan, es numerosa, por no entrar en las innumerables aplicaciones tecnológicas que inciden dictatorialmente en nuestras propias vidas. A riesgo de ser trasnochado e ignorante, el mundo me parece en algunos ámbitos más pesado, menos eficaz y menos libre que hace algunos años. Claro que entonces no teníamos las manos atadas por las tecnologías y no sufríamos la esclavitud de las mismas.
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