Nuestra geografía pinta un paisaje carnavalero. Murgas, comparsas, grupos, asociaciones y disfraces visten nuestro hábitat como manda la tradición. En tanto adentro la mirada por los páramos burlescos, por las llanuras jocosas y la orografía de la permisividad, reparo en la fecha de la jornada y no puedo evitar sustraerme a la evocación parcial de la misma. Hace 44 años, el recién nombrado presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, causó sorpresa en las Cortes con su discurso, conocido como el “espíritu del 12 de Febrero”. La intervención de Arias sorprendió con el trasfondo de un gobierno duro y franquista porque la embadurnó de un leve barniz aperturista, tal vez con la finalidad de ralentizar el agitado clima social y político de un país real a favor de un nuevo régimen democrático.
El discurso de Arias ni tan siquiera contemplaba los partidos políticos, a lo más proponía unas complejas asociaciones que debían cohabitar con el Movimiento Nacional. Se trataba, en definitiva, de una vergonzante chapuza que, no obstante, provocó la reacción de los sectores duros e inmovilistas que en poco tiempo fulminaron aquel espíritu que en realidad no era sino un verdadero fantasma, una pantomima carnavalesca que pretendía que nada cambiara, que todo siguiese igual.
Como aquel fantasma del espíritu del doce de febrero, otros pronunciamientos, proclamas y propuestas envuelven nuestra actualidad cotidiana con el mismo objetivo que tenía aquel discurso del lacrimógeno presidente: que todo siga igual. Los artífices de tales pretensiones no precisan echarse a las calles con máscara ni disfraz, no los necesitan porque su trayectoria pública, su “gestión” y sus hechos les mantienen danzando en un continuo baile de carnaval. El ámbito de tan grotesca danza no conoce fronteras territoriales ni materias; desde la más cercana esfera local a los entornos internacionales, allí donde habita el poder todo es susceptible de caer en un éxtasis carnavalero.
No es de extrañar, por lo tanto, que a ese “carnaval” de la cosa pública, el ciudadano, el pueblo responda con el auténtico carnaval en forma de rebelión, como reivindicación que no muere en la queja, en el simple lamento, sino que va más allá como magistralmente sentenció el cantautor Carlos Cano en sus “Murgas de Emilio el Moro”: “No sé por qué te lamentas en vez de enseñar los dientes, ni por qué llamas mi tierra a aquello que no defiendes. Si en vez de ser pajaritos fuéramos tigres de Bengala, a ver quién sería el guapito de meternos en una jaula”.
Todos los aspectos de la vida del ser humano acaparan la temática carnavalesca que encuentra un fiel espejo en los titulares e informaciones de los medios de comunicación, en los que se da cumplida cuenta del presunto quehacer de los responsables de la gestión pública, una tarea que tal vez se ejecute con sinceridad, convencimiento y buena intención, pero que, desafortunadamente, en muchas ocasiones no cumpla tales pretensiones.
Será porque como asevera la canción de Celia Cruz, la vida es un carnaval.
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