No suelo escribir de la Semana Santa almeriense porque ése es un jardín bien parcelado y coronado por una floración tan frondosa y múltiple que mi modesta aportación no vendría sino a recargar el ambiente. Carezco, además, de la formación o hábitos necesarios para opinar sobre los ademanes y aderezos propios de las procesiones, por lo que me limitaré a señalar un aspecto menor que me llama la atención y para el que no veo demasiada salida. Les hablo de las cáscaras de pipas. Sí, ya sé que esta cuestión es minúscula comparada con el amplísimo caudal de informaciones y movimientos que se producen estos días, pero me llama la atención que una celebración que suele desarrollarse de manera tan positiva y beneficiosa para Almería no haya conseguido solventar un problema que tiene su origen en el descuido y que supone unas consecuencias tan negativas para la necesaria limpieza. Todo cabe en lo breve y, aunque pequeñas, las cáscaras de pipas acumuladas acaban siendo un problema mayor. Como saben, y en un plano estrictamente terrenal, son dos las consecuencias físicas del paso de las procesiones por las calles: la cera de las velas y los “roalillos” de cáscaras de pipas. Y mientras que en el primer caso parece imposible evitar el goteo de la cera fundida sobre las calles, terminar con el esturreo por aspersión de las cáscaras de pipas parece un objetivo más alcanzable, siempre que los comedores de pipas hicieran un pequeño esfuerzo. Con el paso del tiempo, las saludables y sabrosas pipas se consumirán contemplando la recogida inmediata de sus cáscaras. Hace veinte años casi nadie recogía las cacas de su perro cuando lo sacaba a pasear, y lo cierto es que a día de hoy esa fea costumbre es ya minoritaria. Así que espero que si usted es de los que entretienen el paso de las diferentes cofradías con el agradable recurso de las pipas tenga en consideración estas palabras.
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