Hace apenas quince días visite en Madrid la exposición sobre el campo de concentración de Auschwitz. Años antes había visitado el campo de Sachsenhausen en Berlín y en los setenta la militancia antifranquista me enriqueció la vida con la amistad conmovedora de Antonio Muñoz Zamora y su relato sobre los años en los que en el campo de Mauthausen despertaba cada mañana con la duda de si aquel amanecer sería el último que vería.
De la visión sobrecogedora del campo berlinés y del relato de Antonio Muñoz- uno de los hombres más machadianamente buenos con que la vida me ha confortado-, me quedó para siempre el abismo de crueldad por el que puede despeñarse el ser humano. De la exposición madrileña regresé con un espanto mayor, pero con la convicción de que lo que destruye al ser humano no es el gas que lo asfixia durante 20 minutos agónicos en una cámara cerrada, sino las ideas que defiende quien ordena abrir la espita.
En esas cavilaciones andaba yo en medio del laberinto de paneles llenos de fotos, objetos, videos sobre Auschwitz cuando me encontré con la imagen de Hitler en una pantalla arengando (¿ladrando?, si, mejor) a las masas en un desfile en la Friedrichstrasse acusando a los judíos -por su maldad, inferioridad, egoísmo y expolio a los alemanes-, de ser los causantes de la Guerra iniciada apenas meses antes. Pero aquella conversión demagógica de las víctimas en verdugos, recuperada para la Historia de la infamia por el cinematógrafo, tuvo su epílogo unos metros más allá cuando me topé con un cartel inmaculadamente blanco ennegrecido con una frase en la que podía leerse: “El arte de todos los auténticos dirigentes nacionales de todos los tiempos consiste en no dividir la atención de un pueblo y concentrarla en un solo enemigo”. Adolf Hitler (1925).
Fue al acabar su lectura cuando no pude evitar ver reflejado el mismo mensaje en la piedra filosofal que sostiene la estrategia desarrollada por el radicalismo independentista catalán con su “España nos roba “. Tanta cercanía conceptual- los judíos, España, siempre un solo enemigo-, tantos años después y tan geográficamente distante, me produjo tal espanto que solo la llovizna que caía al salir a la plaza de Castilla acabó diluyéndolo. Lamentablemente, por poco tiempo.
Esta semana he regresado a tan detestable cercanía estratégica al conocer la consideración que los españoles merecen- merecemos- al nuevo president de la Generalitat. Para el Deshonorable Joaquín Torra, como para Hitler en su alocución berlinesa, los españoles somos “expoliadores, locos, carroñeros, víboras, hienas, bestias con forma humana…”. Podría seguir, pero sus insultos reducirían mi espacio para el argumento y esa ganancia no se la voy a conceder.
Leídos los insultos anteriores, apelo a la amabilidad del lector y me atrevo a preguntarle: ¿Qué pensarían los catalanes si el presidente de Españas o la presidenta de los andaluces calificara así a quienes viven en Barcelona, Tarragona, Lérida o Gerona? Y, yendo un poco más allá, ¿qué diferencia hay entre el supremacismo nazi que enloquecía a las masas nacionalistas en la Friedrichstrasse y el que proclama el nuevo president en sus tuits xenófobos y en sus desvaríos nacionalistas?
En España hay miedo a llamar a las cosas por su nombre y el independentismo radical ha dinamitado tantas fronteras legales, éticas, intelectuales y convivenciales y se ha adentrado tanto en el territorio excluyente del supremacismo que hoy está mas cerca, mucho más cerca, de una concepción autoritaria de corte fascista que de un comportamiento democrático. Lamento escribirlo, pero los escritos de Torra no dejan lugar a dudas: los políticos independentistas han elegido un president xenófobo lleno de furia y odio y ese es un perfil que le sitúa más cerca de la barbarie autoritaria que de la concordia democrática.
Los que, desde el enloquecido supremacismo (y todos los son), excluyen de la convivencia a quienes piensan de forma distinta, lo único que demuestran es que, frente a la tolerancia en la diversidad que diferenció al ser humano de los animales, el nacionalismo acaba convirtiendo a los humanos en animales.
El nacionalismo es la peor versión de una pulsión religiosa-la patria es Dios- y, como escribió Saramago “en ningún momento de la historia, en ningún lugar del planeta, las religiones (los nacionalismos, diría yo) han servido para que los seres humanos se acerquen unos a los otros. Por el contrario, solo han servido para separar, para quemas, para torturar”.
Si hace más de 2.500 años Heráclito dejó escrito que nadie se baña dos veces en el mismo río, no seré yo quien caiga en el disparate de equiparar situaciones y momentos históricos distintos. Los tiempos cambian y un monstruo es irrepetible. Lo que sí es repetible es el concepto xenófobo y supremacista. Ahora el exterminio se lleva a cabo de forma más sutil: en el vomitorio de las redes sociales, en el señalamiento en las puertas de los negocios, en el desprecio a las leyes y en el acoso en las calles, en las escuelas, en los institutos o en la universidad a los que piensan diferente.
Claro que esa otra realidad no existe para quienes han creado la ensoñación xenófoba y supremacista, en Cataluña o en otros territorios del mundo.
Es lo que le sucedió a un vecino de Auschwitz cuando, después de aquellos años de horror y ante el tribunal que lo juzgaba, mostraba su incomprensión por la condena alegando que “a mi familia le fue bien. Mi mujer y mis hijos vieron satisfechos cada uno de sus deseos. Los pequeños podían vivir con libertad y sin preocupaciones. Mi mujer tenía un verdadero paraíso de flores… siempre había algo nuevo interesante en el jardín.” Aquel vecino era Rudolf Hoss, comandante de Auschwitz.
No mentía. La vida transcurría así en su jardín en aquellos atardeceres de primavera. Lo que no dijo es que las cámaras de gas estaban detrás de un muro de hormigón y espinas, a solo unos metros donde su mujer cultivaba con emoción cada mañana el jazminero que la impedía oler el humo asfixiante de la muerte.
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Pedro Manuel de la Cruz