Siete días trepidantes: la España de los treinta ministrables del Ejecutivo soc

Fernando Jáuregui
00:30 • 03 jun. 2018

La semana, políticamente tremenda, concluye con la toma de posesión de Pedro Sánchez ante el Rey (y ante Rajoy, y ante el presidente del Tribunal Supremo, etc.: los símbolos del Estado). Hay quien se escandaliza por el hecho de que Sánchez sea el primer presidente del Gobierno que promete el cargo sin Biblia ni crucifijo; creo que eso tiene un significado mucho menor, porque España no es, aunque la Constitución haga una referencia específica a la religión católica, un país confesional, y allá cada cual con sus relaciones personales con algo que, como Dios, debería, entiendo, situarse fuera de la terrenal política.


Así que a la terrenal política me remito: para mí, lo importante es que Sánchez prometiese ante los símbolos del Estado, comenzando por el titular de la Corona, que es el jefe de este Estado llamado España, cuya Constitución Sánchez se comprometió a defender, aunque una de las maneras de defenderla sea, y comparto ese criterio, reformarla.


Escucho estos días voces alarmadas, y no todas procedentes del saliente Partido Popular, que hablan de que los ‘extraños’ compañeros de cama del nuevo Gobierno van a imponer sus condiciones izquierdistas ‘avant la lettre’ o separatistas; escucho a una portavoz de Ciudadanos, que debería cuidar estas cosas, decir ante micrófonos de radio y de televisión que este Ejecutivo de Sánchez va a estar ‘dictado por Otegi y por Puigdemont’. Me suena al dramatismo de Rafael Hernando, el portavoz del grupo Popular, diciendo, en su discurso del pasado viernes ante el Parlamento, que la moción de censura que derrocó a Rajoy fue ‘un golpe de Estado’, un ‘fraude’. Menos mal que el propio Rajoy, que será un personaje criticable en muchas cosas, pero que es un tipo templado y con sentido común, restableció luego el clima de moderación que debe imperar en estos momentos, tan difíciles.



En fin, me parece absurdo -espero que lo sea- pensar que ‘este’ Gobierno del PSOE, que, desde luego, ha llegado como ha llegado a donde ha llegado, vaya a ser el que abra las puertas al independentismo. O a un Pablo Iglesias vicepresidente del Ejecutivo. 

Confío, sí, en que sea capaz de establecer un diálogo hacia la conllevanza con los secesionistas catalanes que, al mismo tiempo que Sánchez, tomaban posesión en Barcelona. Porque se abre un tiempo nuevo, y espero que el nuevo presidente del Gobierno sepa entenderlo, recoja el mejor legado de Rajoy y se aparte del peor, incluyendo las maniobras en el campo de la comunicación y la falta de contacto con la ciudadanía. Y con los catalanes.



La primera prueba de fuego, la lista del nuevo Gobierno. Confío en que contando con caras no tan nuevas, pero eficaces. Y con personas cuya lengua materna sea el catalán. Husmeando en los periódicos del sábado, y añadiendo algún nombre más que me ‘soplan’ por ahí, me salen treinta nombres como posibles ministros. Una quiniela abultada para solamente trece ministerios, así que seguro que algunos de los corren de boca en boca acaban, con perdón, en la poltrona, y por una vez acertamos los ‘quinielistas’. Debo decir que me parecen, en general, personas sensatas, muy lejanas del histrionismo pablista, del supremacismo quimista y del separatismo oteguiano. 


Claro que no estoy del todo tranquilo ante la patente anormalidad política que desembocó en la promesa del sábado en La Zarzuela, pero tampoco lo estaba antes, con el inmovilismo de un Rajoy que había logrado llegar hasta donde estábamos el jueves 24 de mayo cuando, de pronto, la 'sentencia Gürtel' desató el enorme tsunami, pero que ya era incapaz de enfrentarse a los nuevos, regeneracionistas, tiempos.



No, no creo que las aguas vuelvan del todo a su cauce, pero habrá que acostumbrarse, qué remedio, a remar sin sestear en cubierta. Y no, n

o crea que entrego mi destino por completo tranquilo en manos de esa ‘España de los treinta’ que sustituye a la España de Mariano. Pero creo que hay que apostar -no mucho, empero- por las posibilidades del cambio que nos llega, que debería desatascar las cañerías del Estado, facilitar una conllevanza -qué menos: Suárez y Tarradellas lo hicieron y sirvió para treinta años- con las inquietudes de una parte significativa de los catalanes y propiciar una España más justa, menos hermética y nada corrupta. Así que, de modo poco original ya, concluiré este comentario reproduciendo una frase que no pocas veces he repetido: “Pedro, no nos falles... más”.


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