En la muerte de Julio Alfredo Egea

Francisco Jimenez Martínez
07:00 • 25 sept. 2018

La noticia me sorprendió fuera de casa, en un paisaje distinto, lejos de casa, el zumbido del mensaje sonó como un disparo bajo un cielo gris europeo, un domingo de otoño difícil de entender en Almería. De repente recordé que llevo ya varios años, desde 2013, fuera de casa, que tengo mi despacho de papeles revueltos en otra ciudad, la del souvenir del llaverito con la torre más famosa.


Sentí ese tipo de honda tristeza y sin consuelo que no se puede explicar, porque con la muerte del amigo moría también una parte de mi historia personal, la de bastantes años en los que gocé del enorme privilegio de su trato frecuente, de su confianza, de su cariño.

Tal vez llevo demasiados años fuera de casa, espero regresar pronto, pero a mi casa regresará alguien que ya no es el mismo y mi casa tampoco será la que dejé. Desde luego que para mí el paseo marítimo de Almería será un paseo distinto, lleno de una ausencia irreparable, la de un tiempo en compañía del poeta. Durante varios años, a principios de siglo, primero con la preparación de mi tesis La poesía de Julio Alfredo Egea, leída en la Universidad de Almería en 2005, poco después, al año siguiente, con el libro La introducción a la poesía de Julio Alfredo Egea (1976-2002) publicado en el IEA siendo director Valeriano Sánchez Ramos, un poco más tarde con la coordinación del número monográfico especial dedicado al poeta en la revista Extramuros (2009) y por último, finalmente, con la redacción del estudio preliminar de su Poesía completa (2010), durante todos estos años, decía, he vivido una gran paradoja; por un lado, la necesidad de distanciarme de la figura humana del escritor para abordar el estudio de su obra con el mayor rigor posible, y por otro lado la convivencia fraternal de muchas horas juntos hablando de poesía y de vida literaria frente a la indispensable botella de vino de crianza de Ribera del Duero para él y la cerveza bien fresquita  en botella de 33 cl. para mí, frente al mar de Almería, en el paseo marítimo, en algún local por él preferido, o en el altiplano de los Vélez, en su pueblo, en Chirivel, hoy huérfano de su hijo más ilustre, más querido por todos.



Yo conocía a Julio desde mediados de los 80 del pasado siglo. Mi amistad con Francisco Domene, el gran poeta que vivió en Almería en aquella época, nos llevó a organizar un encuentro de poetas jóvenes andaluces (1986) en el que contamos con su presencia. Paco adoraba a Julio como persona y ha sentido por él una gran admiración como poeta, siempre encontró en su poesía un fondo de verdad y autenticidad, que es la esencia de su valor literario. Paco me transmitió esa valoración, la misma que me ha acompañado en los años que dediqué al estudio de su obra. 

La amistad y la confianza del poeta me abrió las puertas del trato fraternal con otras personas entrañables: el primero de ellos José Valles Calatrava, el director de mi tesis, Catedrático en la Universidad de Almería, uno de los mayores expertos de Teoría de la Literatura del país –yo creo que el más importante-, me siento honrado con su amistad. Pepe es uno de los grandes profesores de nuestra Universidad de Almería, hay bastantes más, no es bueno olvidar esto, lo que representa la UAL para nuestra tierra, es una tremenda ruindad arremeter contra ella a base de dañinas insinuaciones, solo para defender oscuras estrategias personales.



El desaparecido Miguel Naveros fue para mí en su etapa de director del IEA un ejemplo de generosidad y amplitud de miras, su figura es también muy grande, creo que Almería tiene por costumbre olvidar un poco a sus mejores hijos, él tuvo mucho que ver en que fuera posible editar la obra completa de Julio. 


Y con ellos, muchos compañeros de letras que la amistad con Julio y su confianza me permitieron conocer: Rafael Guillén, Antonio Chicharro, Juan José Ceba, Ana María Romero, José Domingo Lentisco, Pilar Quirosa, Diego Reche, José Antonio Santano, José Antonio Sáez y muchos más. Doy las gracias a Antonio Chicharro, Catedrático de Literatura de la Universidad de Granada, miembro del tribunal de mi tesis, que ha escrito recientemente (“La poesía de Julio Alfredo Egea a estudio”) unas elogiosas palabras a mis estudios sobre el poeta, sin duda excesivas a mis méritos, y esto lo digo con absoluta sinceridad, porque todo resultó muy fácil. Yo he intentado solamente explicar su obra y destacar su valor acercándome a ella como un lector apasionado de un tipo de poesía, de una poesía de la autenticidad, la que tuve la oportunidad de leer y compartir con Paco Domene, hace ya tanto tiempo.



Yo le decía a algunos de la enorme lista de amigos escritores de Julio que hacían mal en quererlo tanto, en adorar a su persona de esa manera tan apabullante, porque eso podía empañar la visión de su figura literaria, para mí imprescindible para entender el desarrollo de la poesía contemporánea española. Era una broma, por supuesto, Julio fue querido por muchos y nos quiso a todos, nunca escuché de él ningún comentario malsano de los que abundan tanto en algunos otros ambientes, ninguna palabra dañina salvo la sana discrepancia con un tipo de poesía tan poco querida por él, la poesía retórica, de cualquier clase de retórica, sin vida, sin alma.


El día del domingo me pilló fuera de casa, una larga caminata en compañía de amigos me hizo bien. Al abrigo de los castaños centenarios de Boulogne y Saint Cloud hasta Versailles, soñé con el paseo de Chirivel, una mañana de agosto en compañía del poeta, luego a la tarde, sentados en una terraza, sin parar de hablar, de recordar anécdotas, de comentar libros, de hablar del pasado, aunque en realidad estábamos hablando del futuro, de la poesía, de la vida, del desconsuelo, del olvido. A lo mejor hablábamos de lo que estoy hablando ahora.

Yo me sentaré, el día que vuelva a casa, en una mesa en la puerta de su local preferido del paseo marítimo y no tendré miedo del olvido.


Julio me pidió muchas veces con insistencia que le enseñara algunos versos, porque de joven, hace ya mucho tiempo, escribí versos. Nunca lo hice, ninguno de ellos vale nada, o casi nada. Creo que el momento es ahora, son notas de una conversación con él, hablábamos de viajes, de poesía, del olvido y del futuro. Para Julio, desde su paseo marítimo sin consuelo, siempre:


Temo, por encima de todas las cosas que, no ya que nadie me reconozca cuando regrese a mi casa, sino que sea yo el que no pueda reconocer cosa alguna que dejé atrás y, tras el ansiado regreso, sentirme extrañado, no el olvidado, sino el que olvida. 



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