El revisionismo enfermizo y el ahínco retrospectivo con el que algunos insisten en teñir el escenario político actual tiene en la necrofilia una de sus expresiones más patéticas. Aburre sobremanera ver cómo se agita desde este insólito Gobierno a la momia, o los despojos, o lo que sea que quede, del cadáver del dictador Francisco Franco, desaparecido del escenario de los vivos por causas naturales hace ya más tiempo del que malgobernó España.
Si alguien de los que rodea a la actual camarilla ministerial tuviera caridad o solidaridad con ellas y ellos, debería advertirles del penoso espectáculo que protagonizan cada vez que se erigen en competencia desleal de la pintoresca y exigua Fundación creada por los herederos y administradores del sedicente caudillo, devolviéndole a la cúspide de la actualidad con alusiones que hacen aparecer al desaparecido en un tiempo que le es ajeno y antinatural, por mucho que se articulen leyes o se quiera hacer de la memoria un ejercicio de sastrería. Pero cuando la obsesiva manía de regresar sistemáticamente al pasado se convierte en patología, la estrategia se acaba escapando de las manos de quienes la promueven.
De momento empezamos a tener noticias de profanaciones de tumbas y mausoleos -el de la División Azul, Pablo Iglesias o el de la Pasionaria- que recuerdan un pasado al que nadie con un mínimo contenido en la sesera debería aspirar a volver. ¿En qué país civilizado no se respetan las tumbas? Diferentes en la vida, las personas acaban siendo muy semejantes en la muerte. Por eso haríamos bien en dejar en paz a los que ya no son y volver al compromiso de consenso de la Transición para mirar al futuro sin utilizar la carga de culpa en los muertos de uno u otro lado.
Dejemos que la nieve del tiempo caiga silenciosa y oblicua sobre las lápidas mientras la miramos tras el cristal, tal como termina el famoso relato “Los Muertos”, de James Joyce. Más de uno haría bien en leerlo.
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