Mañana, los legisladores, con ese paternalismo que les invade las meninges en muchas ocasiones, y creyendo que los españoles no somos unos ciudadanos como los demás, sino imprudentes y tozoloneros, nos han dejado todo un día para que reflexionemos sobre lo que vamos a votar. Esta desconfianza no está solo dirigida a quienes pagamos con nuestros impuestos los sueldos de los que van a administrar nuestro dinero, sino a esos aspirantes a administradores, que serían capaces, hasta el último minuto, de proseguir con el carnaval de las promesas, incluso hasta un segundo antes de que se abrieran los colegios profesionales.
Y he reflexionado tanto, tanto, durante estos días, que confieso que se me han quitado las ganas de votar. Como se dice en el lenguaje taurino, estos espadas que aspiran a manejar nuestro dinero están matando la afición. Mienten con las pensiones, mienten con los datos económicos, y mienten pintando un futuro imposible que sólo podría ser cierto si la mayoría de los españoles fuéramos ya ricos por casa, siempre y cuando no nos hubieran obligado a pagar el impuesto de sucesiones. Nadie nos ha dicho que el gasto sanitario es insoportable, que habrá copago, y que las pensiones, en una sociedad cada vez más envejecida, tienen tan mal porvenir como sus actuales receptores.
Y de no ser porque, según sabemos por estudios serios, todavía hay 51 países bajo dictaduras de diverso tipo, y otro medio centenar con democracias amputadas, sobre todo en la censura de los medios de comunicación, no me acercaría a mi colegio electoral, ni siquiera por curiosidad. Pero hay gente que ha dado la vida porque sus conciudadanos puedan votar algún día, y miles de ellos están en las cárceles. Por ellos, sólo por ellos, traicionaré lo que me apetecería hacer, me taparé la nariz al coger la papeleta menos repugnante, y haré lo que millones de personas todavía sueñan con poder hacer algún día.
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