Numerosas generaciones de personas que vivieron su infancia en las postreras décadas de la mísera postguerra española del pasado siglo conocen y saben muy bien de las miles de artimañas y apaños a los que tuvieron que recurrir para poder practicar los juegos más elementales de aquel entonces. Juegos diversos y entretenimientos elementales que requerían de una cierta dosis de imaginación, en algunos casos, y de unos mínimos medios materiales en otros. En algunos lugares de nuestra provincia el juego de la pelota vasca o a mano despertó unas inusitadas expectativas. Sin embargo, no era muy frecuente disponer en nuestros pueblos de un elemental frontón ni de las correspondientes pelotas reglamentarias, por lo que aquellos aguerridos aficionados aprendieron las técnicas de este deporte en la pared trasera de alguna casona, en las murallas de alguna edificación histórica o en los muros traseros de las iglesias, que sirvieron de improvisadas canchas donde los pequeños y jóvenes se entregaban en buena lid.
Las manos de aquellos pelotaris aún recuerdan las huellas que grabaron a golpe de cuero las artesanales pelotas que se fabricaban con un taco de madera recubierto con trozos de goma cortada de las cámaras inservibles de ruedas de bicicleta, que se envolvía con lana y, finalmente, se cubría con piel de cordero extraída de alguna vieja zalea. Unidas por las costuras de hilo bramante, las bolas dolían como dardos en la palma de la mano de los pelotaris. No era el único juego de contacto físico que había ganado adeptos en aquellos pueblos grises de la retaguardia provinciana.
El deporte rey campaba a sus anchas por los cuatro puntos cardinales y si disponer de una pelota de frontón representaba una auténtica odisea, contar con un balón de goma constituía un verdadero lujo porque el añorado balón de reglamento era una quimera para aquellos ilusos aspirantes a Zarras, Puskas, Amancios o Gentos. La indumentaria futbolera solo existía en los sueños de almohada que procuraba aquel tiempo de carencias e ilusiones. Los bernabeus y nou camps de aquellos apasionados deportistas del balón ocupaban las plazas y calles más a mano, o las eras más cercanas, en donde las piedras y chinas desollaban más que una filarmónica barbera. Las porterías se marcaban con dos grandes piedras o se armaban con gruesas cañas que apenas aguantaban el mínimo tiro a puerta. De aquellos arcaicos y primitivos terrenos de juego salieron, con el tiempo, no pocos grandes nombres de los equipos más representativos de la nuestra Liga.
El baloncesto, balonmano y otras especialidades deportivas siguieron itinerarios muy similares. El paso del tiempo y cierta concienciación de la relevancia de las actividades lúdicas y deportivas abrieron, poco a poco, las puertas a modernas y equipadas instalaciones a las que no han sido ajenos los centros educativos. Una política que se ha mantenido por parte de todas las administraciones y que está muy presente en las ofertas de las diferentes formaciones que concurren a la consulta del próximo domingo. Sin embargo, la dilatada trayectoria del fomento de las actividades deportivas en las escuelas y colegios parece que ha sido una aberrante equivocación. Al menos es lo que se deduce de la decisión adoptada por el colegio púbico “El Martinet”, en el municipio barcelonés de Ripollet, cuyos responsables han instaurado un proyecto pedagógico sin asignaturas, sin balones y sin pelotas; un centro donde sus alumnos no juegan al fútbol, ni al baloncesto y las pistas y canchas que había se han cubierto de montículos de tierra con pequeñas construcciones de troncos y cabañas de madera. O sea que este colegio pretende reproducir artificialmente los escenarios rurales de nuestros juegos y deportes de la infancia, pero sin pelotas y balones, que están prohibidos. Con estas innovaciones los partidos políticos deberían revisar escrupulosamente sus programas en lo concerniente a infraestructuras educativas y deportivas, pues sus inversiones pueden resultar baldías. Nunca se sabe. O tal vez es que todo se trate de una mera cuestión de pelotas.
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