Don Quijote, ante la nueva buena de la gobernanza de una ínsula por parte de su escudero, se vio en la obligación de multiplicar sus consejos, especialmente en cuestiones de urbanidad y cortesía. Sancho escuchaba atentamente y procuraba conservar en la memoria las advertencias de su amo, las cuales, cuando no eran en tocando a la caballería, mostraban tener claro y desenfadado entendimiento. Hablábale de este modo:
—Mira Sancho, en lo que atañe a cómo has de gobernar tu persona, lo primero que te encargo es que seas limpio y que te cortes las uñas, sin dejarlas crecer, como algunos hacen, a quien su ignorancia les ha dado a entender que las uñas largas les hermosean las manos. No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería. Anda despacio.
—Señor –interrumpió Sancho– gobernadores he visto por ahí que, a mi parecer, no llegan a la suela de mi zapato y, aun así, los llaman señoría y se sirven con plata.
—Ésos no son gobernadores de ínsulas –replicó Don Quijote–, sino de otros gobiernos con más escasa importancia, que los que gobiernan ínsulas, por lo menos, han de saber hablar bien.
Dichas estas dos últimas palabras, presto se percató don Quijote de la torpeza cometida, pues si complicado le había sido que entendiera uno solo de los consejos sobre urbanidad y cortesía, más lo sería que su escudero discerniera sobre cuestiones lingüísticas; sería como dar coces contra el aguijón. En este su yerro pensaba el caballero, cuando Sancho se dirigió a él de esta guisa:
—Si la urbanidad y la cortesía nunca fueron bien tenidas por mi familia, lo del bien hablar paréceme cosa imposible y fuera de toda razón, pues ¿cómo podría hablar bien si ni siquiera sé leer ni escrebir? Mejor sería, señor, que se dejase de tantas urbanidades y cortesías y que sus consejos vinieran a remediar estos males de letras, ya que un gobernador ha de conocer cómo dirigirse a sus subordinados y platicar con ellos, a la par que ordenarles, pues, como advirtiese el señor Duque, tanto son menester las armas como las letras y las letras como las armas.
—No es cuestión sencilla –comenzó diciéndole Don Quijote–, pues el hablar bien requiere gran juicio y maduro entendimiento; y su buena práctica exige no apartarse de los cuatro principios del bien hablar: corrección, claridad, adecuación y eficacia.
—Bien veo que lo que vuestra merced me ha dicho –contestó Sancho– son cosas buenas y provechosas; pero de qué han de servir si de ninguna oí jamás hablar ¿qué palabras son estas de corrección, claridad y esos otros dos enredos que no se me acuerdan?
—¡Ah, pecador de mí –respondió Don Quijote– y qué mal parece en los gobernadores no saber que hay que hablar con corrección según manda la Gramática de la lengua castellana, escrita por Antonio de Nebrija en 1542, y que yo leí, ha algún tiempo. Recuerdo que en ella se daban sabrosos consejos para utilizar nuestra hermosa lengua castellana conforme a unas reglas apropiadas. Más adelante, cuando la ocasión sea propicia, te hablaré de algunas de sus reglas, donde se contiene lo que sí puedes o debes decir y lo que nunca has de decir
Mucha era la alegría que llevaba consigo don Quijote hablando en privanza con Sancho de esas elevadas cuestiones. Mas pronto decreció el regocijo al observar que su escudero iba poco a poco restando atención a sus palabras, por lo que juzgó que ya bastaba de referirse más a los principios, ya que intentar explicarle que el principio de claridad supone huir de las redundancias, de lo desordenado, de ridículas repeticiones, etcétera o que el de eficacia exige seleccionar entre las posibilidades que nos ofrece la lengua aquellas que hagan nuestro mensaje más efectivo con vista a nuestro interlocutores, sería trabajar en vano y que, por tanto, bien pudiera ahorrar de esta diligencia.
En esto pensaba nuestro hidalgo, cuando Sancho, que iba sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula, interrumpió de nuevo las cavilaciones de su amo:
—Mire, vuestra merced, bien está todo lo que me dice y todo el mundo ha de mirar como habla a las personas y no ha de decir a trochemoche lo primero que le venga al magín. Y aunque sea cierto que yo difícilmente pudiere aprender esos principios de los que me habla, sí quisiere, en cambio, conocer cómo he de dirigirme a mis insulanos cuando haya de hacer un discurso.
No pudo Don Quijote evitar reír con la simplicidad de su escudero, pues era la primera vez que le había mostrado su deseo de hacer discursos. Don Quijote, ante tan peregrina petición, no sabía qué decir y su alegría fue mudándose, pues ni él había tratado a gobernadores ni en los libros de caballería era tema que se hubiese nunca tratado. Ansí, dirigióse a su escudero y díjole:
—Mira, hermano Sancho, de todo te daré buena información y tú serás el gobernador mejor hablado de todos los gobernadores de ínsulas, pero antes he de entrar en la biblioteca del Monasterio del Escorial, aprovechando nuestra cercanía para saber mejor el arte de hablar de los políticos, lo que haré a través de autores griegos como Lisias, Demóstenes o Isócrates, que tan bien conocen tanto los principios retóricos, que permitirán que tus pláticas y discursos estén dominados por la belleza y el vigor, como los principios de la oratoria, para que cuando hables ante un auditorio seas capaz de agradar y persuadir a tus insulanos.
Tras esto quedaron mudos amo y escudero y ya empezaron a pensar en satisfacer sus estómagos, pues la noche comenzaba a caer y algunos mendrugos de pan y algo de queso todavía quedaban en las alforjas.
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