El pavo del alcalde

José Luis Masegosa
07:00 • 23 dic. 2019

En días como estos, la memoria juvenil descubre mercadillos callejeros de la urbe sonorizados con la persistente sinfonía del glugluteo de los pavos en el corredor de la muerte. No fueron los únicos espacios  archivados en las neuronas de un enriquecido y pintoresco paisaje de la retentiva personal. En la rememoración de mis primeras décadas de vida, hermanos de aquellos gallipavos urbanitas despertaban la aurora  de mi pueblo con su incesante titar entre frágiles telas metálicas que a modo de pretil le había construido, a las puertas de su establecimiento, Miguel Reche Pardo, el emprendedor “Miguel el Cerero”, pionero de todo y maestro de mucho, que durante varias décadas surtió de pavones andaluces los mercados catalanes. Aquellos garullos habitaron las amanecidas pre navideñas, compartidas con los bucles de villancicos familiares desde el microsurco del pick up que había en la tienda –que también regentaba Ana María Lizarte-  o desde las interpretaciones de la cuadrilla de ánimas que aliñaban musicalmente las idílicas jornadas de unas entrañables fiestas de invierno.


Siglos después de la primera crianza de pavos –traídos desde América- por los jesuitas misioneros en Francia, el pavón constituye un imprescindible de la Nochebuena, aunque su consumo se haya generalizado. No obstante, el ave goza desde siempre de una apreciada consideración por los humanos y bien sabido es que  se le ha utilizado como objeto de regalo y delicado obsequio a autoridades, amistades y familiares. 


Evocan mis recuerdos el relato de un gallipavo destinado a conseguir tamaño favor de un gobernador civil de nuestra provincia, a instancia de un alcaldable de mi pueblo en los grises tiempos de la década de los cincuenta del pasado siglo. El eterno aspirante a regidor municipal, tipo ambicioso, despabilado, implicado en la vida local, anduvo merodeando la sombra del régimen –poseía todos los certificados y avales oficiales-  y atento a cada cambio de la primera autoridad provincial que se produjera. Nunca alcanzaba la codiciada regiduría de sus sueños, por lo que dicha contrariedad agrió su carácter en tales términos que para llamar a su persona de confianza, que hacía las veces de asistente, no dudaba en efectuar un par de disparos con la “Star” que portaba desde el final de la contienda fratricida. Cuando el personaje supo de la estrecha sintonía del gobernador con el franquista ministro de la Gobernación de turno, se declaró su ferviente admirador y llevado por un dicho vulgar –“Dádivas quebrantan peñas”- pensó conquistar a su futuro jefe por el pico. Adquirió un hermoso pavo que tenía la apariencia de un senador romano por derecho propio y se dedicó a su cuidado con  entusiasmo. El calculador aspirante bautizó al pavo con el nombre de Gigante, en honor, tal vez, de la finca de recreo que el gobernador civil poseía en el pueblo vecino. El alcaldable se levantaba muy de mañana, y con toda calma y esmero preparaba el desayuno de Gigante: un gran capazo de salvado, trigo, nueces, guindillas y canela en rama. El menú vespertino contenía un kilo de trigo, media docena de lechugas y algunas bizcochadas sobrantes mojadas en licor de membrillo. Por  supuesto, el cuidador no se olvidaba de la educación de Romero y mientras contaba hasta diez el pavo saludaba con la pata derecha en alto, en tanto que cuando visitaba su casa alguna persona que le resultaba antipática, a la menor indicación del dueño el ave la acribillaba a picotazos.



Llegado el día de Nochebuena, Gigante se sometió a un aseo especial: le lavaron con abundante agua de colonia, le aplicaron esmalte rojo en el moco y una leve pasada de purpurina en las patas. Todo estaba dispuesto para llevar a Gigante al gobernador civil, pero cuando el obsequiante fue a dar el último adiós a Gigante, éste no estaba en su lujoso corral. Enfurecido, el propietario denunció la desaparición y movilizó a los agentes municipales, a los guardias civiles , al juez de paz, a los alcaldes y vecinos de toda la comarca…pero el pavo que debía recibir el gobernador civil había desaparecido. Al cabo de algunos días, la confidencia de un ratero desveló a la Benemérita lo ocurrido, que no pudo ser más vulgar: Durante la  noche víspera de Pascua, como la de hoy, unos hambrientos transeúntes asaltaron el corral del alcaldable y se llevaron a Gigante para celebrar la Navidad. El gobernador civil no contó en su cena de Nochebuena con el suculento y rollizo Gigante, y el aspirante a regidor se quedó, una vez más, sin su soñada alcaldía.  






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