Debutó el carambólico diputado almeriense Indalecio Salinas en casa, con una rueda de prensa en la sede del PSOE almeriense en la que leyó una ensalada de datos que le habían aliñado en la cocina, explicando a los almerienses los numerosos motivos de felicidad que tenemos por el despertar de este nuevo gobierno que antes provocaba pesadillas. Que si crece el empleo, que si crecen las pensiones, que si crece el optimismo, etcétera. Toda la comparecencia fue un cántico de alabanza al Gobierno de Pedropablo, en una nueva demostración de que el mejor pentagrama para cantar las dichas y los gozos es el agradecimiento. Y es que por mucho que insista Indalecio en el crecimiento de las variables económicas y laborales de España, el crecimiento más notable ha sido el suyo propio. Pasar de asesor a diputado es, en el plano físico, una sublimación inversa, pues del estado gaseoso se pasa de repente al estado sólido. Qué digo sólido: consistente, consolidado y macizo en toda su robustez. Ese pedazo de escaño, esos tapices, esos ujieres, esos botoncitos de apretar… toda una maravilla que el nuevo diputado agradeció como buenamente supo, sin pasar del modo aseado. Por eso, y dada la trascendencia que tenía esta primera puesta en escena parlamentaria, quizás habría sido mejor -me tomo la licencia de hacer esta recomendación al obrador de mensajería del PSOE- acudir al recetario clásico. Una alabanza presidencial debe tener siempre presente el famoso Salmo 137: “Que mi lengua se pegue a mi paladar si de ti no me acordare. Si no enalteciere a Jerusalén (en este caso al presidente) como preferente asunto de mi alegría.” Y ahí sí que habría estado cumbre nuestro diputado.
Lo que nunca debería haber dicho es que el ministro de Agricultura se fue contento tras su reciente visita a Almería. Es justo al revés, Indalecio: quienes tienen que estar contentos por la visita de un ministro son los almerienses. Y en Jerusalén, los jerosolimitanos. Pero esa es otra historia.
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