Lo de la eutanasia, seamos claros, no es más que un señuelo. Otro más, como cuando decidieron montar el show necrofílico del desenterradísimo. Y ni entonces había necesidad de atajar las inexistentes marejadas de franquismo sociológico vigente, ni tampoco ahora hay una explicación sólida que justifique la urgencia de crear una ley sobre el suicidio asistido. Se trata, eso sí, de tener a la gente entretenida en debates trincheristas de elevada inspiración ética, con la bandera de los derechos, las libertades, la dignidad humana y la muerte. Siempre la muerte. El gobierno más moderno, más jovial y más positivo de la historia ha llegado a nuestras vidas para ponerse estupendo y legislar sobre la muerte, conjugándola en pasado y en futuro. Del presente, de ese plano actual amenazado por indudables avisos de batacazo económico y destrucción de empleo, de eso mejor que no se hable. Por lo tanto, conviene que haya tensión ética entre españoles, porque nadie domina la coreografía del fratricidio como nosotros. “Divide y vencerás”, le han dicho al anfitrión de Quintos de Mora, y ahí tienen al tío, sembrando debates como el que va enterrando minas en una pista de baile. Y así no se hablará del paro, del independentismo o del frenazo a las expectativas de crecimiento anunciadas por el gobierno, sino de lo modernos que somos gracias al suicido monitorizado. De todos modos, que esta gente iba en serio con la eutanasia ya se vio claramente cuando Zapatero mandó a su gobierno a posar en la alfombra roja de aquel tostón con pretensiones de Amenábar sobre un señor que se bebió un combinado de cianuro con pajita. Un inabarcable drama personal elevado a moraleja progre, que el zapaterismo y sus terminales mediáticas repitieron hasta la saciedad. En todo caso, quizás antes que ocuparse en estas cosas, el gobierno debería centrarse en ayudar a que todos tengamos más oportunidades de trabajar, emprender, crear y progresar. En definitiva, de vivir antes que morir.
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