Tras la desdichada aventura tenida con Dulcinea, caballero y escudero salieron de la gran ciudad de El Toboso. Triste y mohíno iba Don Quijote por la mala burla que le habían hecho los encantadores al transformar a su señora Dulcinea en la mala figura de la aldeana. En esto estaba su pensamiento cuando, habiendo andado algo más de un par de millas, descubrió una comitiva. Fue su estado de tristeza y melancolía, que no lo había abandonado, lo que lo llevó a no ver un ejército de enemigos a los que habría que derrotar, sino a cuatro soldados que escoltaban un coche, el cual, curiosamente, se paró unos metros antes de donde permanecían, quietos, escudero y caballero. A uno de sus viajeros le había venido el deseo de hacer aguas.
Del carro bajó su excelencia el obispo don Manuel Martín de Moreno, presidente de la sala de justicia del Consejo de la Suprema Inquisición, encargado real en un proceso que iba a tener lugar en la ciudad de Madrid. Se trataba de juzgar y, sin duda, castigar al ciudadano de apellidos Lázaro de Portolés, cuya desesperación y osadía habíanlo llevado a publicar una obra sobre las malas artes aplicadas por los tribunales en la censura de libros.
Tras hacer su necesidad, al dirigirse al coche, el ilustre viajero quedó sorprendido cuando vio a aquellas dos desemejables figuras. Su excelencia se dirigió a ellos, algo burlón, preguntándoles de dónde procedían y qué hacían allí en medio del camino. Después, llamó al fiscal del tribunal, el excelentísimo don Enrique Iborra de Terrosa, la persona que lo acompañaba en el coche, para que viera a semejantes personajes.
—¿Dónde van vuestras mercedes?, pues oficios y cargos graves han de tener cuando tal escolta les sirve de compañía –dijo don Quijote–.
—Somos miembros del Consejo Supremo de la Inquisición –respondió Iborra de Terrosa, quien no había percibido aún del todo la locura del hidalgo–. Su excelencia, aquí, preside, como inquisidor general, el tribunal del que yo ejerzo como fiscal. En Madrid nos aguardan los cinco consejeros, pues, como vuestra merced ha de saber, estos tribunales, que están respaldados por la autoridad del rey de España, constan de siete miembros.
Cuando don Quijote oyó lo de la censura de libros, vínole a la cabeza la llevada a cabo por Luis Herrero y Cortés contra los libros de caballerías, en un informe que tituló Los llantos de los mentecatos y que concluyó con que ninguna de tales obras habría de haber sido publicada, pues nada de provecho se mostraba en ellas. Harto enfadado, el hidalgo se dirigió al señor fiscal e hízolo de este modo:
—¿Es cierto que nuestros reyes ordenaron en algún momento la censura que hizo quemar tantos libros con las hazañas de tan valientes caballeros andantes?
—Claro que sí –respondió el fiscal Iborra, en tanto que el obispo había marchado de nuevo a hacer sus necesidades–. Fueron los Reyes Católicos, en 1502, quienes emitieron una pragmática por la que cualquier publicación o escrito debería obtener la autorización del Consejo Real, que habría de desempeñar la función de censor. En los vanos y mentirosos libros de caballerías, entenderá vuestra merced que haya asuntos para extirpar, con tantas y tantas patrañas y disparates sin fin.
—Por tal motivo –respondió don Quijote, colérico– trasquilaron injustamente muchos de tales libros. Y lo hicieron sin alcanzar a ver dos certezas: una es que gracias a los caballeros andantes temen los malhechores ver castigadas sus fechorías; otra es que quienes se aplican a su lectura aprenden osadía y valor para las armas, cortesía para con las damas y magnanimidad de ánimo para perdonar a sus enemigos. Pero dígame, ¿se puede saber cómo procede ese tribunal del que me habló?
—Señor –respondió el fiscal Iborra–, si el Consejo considera que un libro debe ser prohibido o expurgado, envía a los tribunales de distrito una carta acordada en la que se comunica la decisión. A veces esta carta va acompañada de un escrito del inquisidor general, que debe ser hecho público. Se acostumbra a leer en misa y después se clava en la puerta de la iglesia. El libro pasa a formar parte del índice de libros prohibidos.
—Y ¿quiénes son los que en un primer momento detectan estos libros? –dijo don Quijote.
—Bueno –prosiguió el fiscal–, hay una organización diversa y bien establecida en la que distinguimos personas con tareas diferentes: los delatores y los visitadores de librerías y navíos; estos últimos, sobre todo, para que no se embarquen en Sevilla libros prohibidos para las Indias. Luego vendrán los calificadores, los tribunales inquisitoriales, el Consejo de la Inquisición y el Inquisidor general. Es el delator quien pone en conocimiento del Santo Oficio algún hecho punible. Se trata de colaboradores inquisitoriales –calificadores, consultores, visitadores, comisarios–, aunque también, con frecuencia, son simples vecinos o conocidos del denunciado.
Iba don Quijote a responder, furioso como estaba al conocer tales razones, cuando uno de los soldados se acercó al señor fiscal para informarle de que el excelentísimo obispo ya había subido al coche, razón por la que aquel hubo de despedirse apuradamente de tan sin iguales personajes como los que acababa de conocer.
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