Ya finalizada la comida con los académicos, estos, sin hacer siesta, subieron a sus cabalgaduras y emprendieron el camino hacia Alcalá de Henares. Don Quijote y Sancho sí descansaron algo más de una hora. Sin saber cómo ni por qué vínole a la cabeza a Sancho una plática mantenida con su señor hace un tiempo sobre las muletillas y se dirigió a este así:
—No sé si recordará vuestra merced que díjome hace un tiempo que para mejorar mis discursos no debería utilizar las llamadas muletillas.
— Esas malditas muletillas—respondió Don Quijote–, como te dije entonces, lo que intentan evitar son los silencios que en medio de nuestro discurso llegan sin pretenderlos. Y lo hacen hasta el punto de que te perturban a ti y, aún más, a tu ya deficiente y poco acertado decir.
—Apunta bien vuestra merced –replicó Sancho–, porque cuando me asaltan esos silencios, sin haberme cosido la boca, hacen que me sienta como ese burro del arriero que encuentra un árbol en el camino y queda parado sin saber cómo seguir.
—Si malditas te indiqué que eran las muletillas, más malditos son tales silencios forzados, que resultan del pobre vocabulario del que disponemos o de nuestra escasa astucia discursiva. Mira, Sancho, has de saber, amigo, que al hablar hay dos tipos de silencios; unos son los buscados por nosotros, que deseamos hacer y que dan armonía y brillo a nuestro discurso; los otros son los encontrados, que llegan sin avisarnos, nos alborotan y nos crean desasosiego.
Para salir de este enojoso silencio, rellenaremos el discurso con lo primero que nos venga a la mente, que siempre suelen ser las mismas palabras, o sea, las muletillas de las que ya te hablé: la verdad que, o sea, yo creo que, ¿me entiendes?, quiero decir, etcétera.
Ante tantas ideas que no entendía, pensó Sancho que el cielo se desencajaba de sus quicios y venía a dar sobre su cabeza. Empezó a pensar que, una vez más, en su amo había aflorado esa desemejable locura que tanto desbarataba su pensamiento. Aun así, se dirigió de nuevo a él de esta guisa:
—Señor, le hice una pregunta recordando lo dicho sobre aquello que ha un tiempo me habló de las muletillas y su repuesta no solo no mejora mi pobre habla, sino que de ella poco pude alcanzar.
—Mira, Sancho—respondió don Quijote, tras mirar al cielo y apretar los dientes–, Has de saber que el evitar los silencios que no deseamos es el problema, posiblemente, más difícil de resolver para que cualquier discurso no se afee. Y esa falta de fluidez, que también se presenta en la conversación y que origina el silencio no deseado, se puede remediar tanto hablando algo más despacio como haciendo unas pausas un poco más largas de lo que sea costumbre en ti.
A lo que Sancho replicó:
—Señor, no me maltrate más, que ya lo hizo, primero, al pedirme que mascara despacio y no engullera los alimentos; después al insistir en que bebiera despacio y poco, y ahora me demanda, también, que hable despacio. Aunque doy por bien recibido su consejo, renuncio a él para desde aquí al fin del mundo.
—Sanchuelo, que así he de llamarte por tu zafiedad, nunca aprenderás si no huyes de hablar de forma rápida, porque si lo haces así, al atropello de unas ideas con otras, añadirás los constantes silencios no buscados, pues no tendrás tiempo para pensar y preparar lo que has de decir. Todo junto te creará una mala imagen ante tus insulanos.
—¿Me está diciendo vuestra merced que el hablar es como la misa, que no requiere prisa, porque tal prisa, como se dice en nuestra aldea, choca con sus propios pies? –respondió Sancho–. Pero no me veo yo parando cada vez que diga una palabra y haciendo silencios de unas a otras.
—No Sancho, que no son silencios después de cada palabra, sino pausas después de cada frase o conjunto de palabras que encierren una idea completa. Además, hermano Sancho, también hemos de cuidar caer en una excesiva lentitud, lo que acarrearía el desinterés de quienes te escuchan. En consecuencia, buena es la mezcla de diferentes tonos, más rápidos, más pausados, según la parte del discurso. Esto hará que lo dicho sea algo más entendible, más agradable para el insulano que acuda a oír a su gobernador.
El escudero quedó espantado al escuchar tales cosas, tan extravagantes, y pensó que solo podían ser hijas de la cabeza dislocada de su amo. Y así, pasmado como estaba, no supo superar su silencio, que esta vez surgía no tanto de su incapacidad expresiva cuanto de lo chocante que le resultaba lo dicho por el caballero.
Fue este el que continuó platicando, contento como estaba de sentirse importante. Hízolo de esta guisa:
—Para ser un buen orador, Sancho, has de dominar la modulación de la voz, el ritmo y los silencios y dar una interpretación a tu discurso, mientras que el aprendiz de orador suele apoyarse en la recitación de contenidos memorizados, sin naturalidad ni correspondencia entre lo dicho y su entonación.
Fiel y seguro de que cada vez sería más difícil hallar remedio a tanta y tan grande locura, don Quijote consideró aprovechable dar por terminado esta plática, que nunca tenía que haber tenido inicio. Siempre olvidaba que el intentar que aprovecharan ciertas cuestiones en su escudero era como dar coces contra el aguijón.Pero parecía no aprender nunca.
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