Muy temprano, apenas había amanecido, abandonaron la majada en la que se habían recogido la noche anterior y emprendieron camino don Quijote y Sancho. Llegaron a una encrucijada que en tres sendas se dividía. Al azar, escogieron una de ellas y no habrían cabalgado más de un par de millas cuando Sancho, molesto por el mal trato que según él le había dado su señor en los últimos tiempos, sorprendiolo e hízolo diciendo esto:
—Como me dijo en cierta ocasión vuestra merced, «al que le toca le toca aunque se quite; y al que no le toca no le toca aunque se ponga». Y yo pienso que a mí me ha tocado, sin causa que lo fundamente, el desaire constante de mi señor, pues su trato a mi persona, a veces, no parece el más ajustado.
—Amigo Sancho, cuando dices «a veces» es porque bien has entendido que cada ocasión requiere de un tratamiento. Ansí, cuando descubro algún mal oficio en tu actuar que hace que me enoje, lo que resulta harto frecuente, te juro que te hablaría de vos, más distante, menos amigable, aunque presto se me olvida y siempre lo hago de tú.
—Yo, sin embargo, –respondió Sancho–, lo trato siempre como vuestra merced, aun cuando lo vea hacer cosas extravagantes, apartadas de razón alguna. También gustaría yo de que su relación conmigo siempre fuera la misma, sin esos insultos y esas maldiciones con que, en ocasiones, castiga mis oídos y mi corazón.
—En los caballeros andantes existen unas ordenanzas de los diferentes tratamientos que hemos de aplicar y que van de vuestra excelencia a un duque, como el de Béjar, o a un conde, como el de Lemos, a vuestra señoría, con que yo me he dirigido a personas importantes en ocasiones. Bien es verdad que se nos aconseja como lo más socorrido para mostrar el debido respeto vuestra merced o su merced o señor y señor mío.
—¿Y esas ordenanzas –respondió Sancho con alguna malicia– no prohíben a vuestras mercedes, tan caballeros como son, algunas formas de tratamiento por considerarlas que incomodan o que son propias de gente vulgar, grosera? Porque justo es, señor, que cada uno se mire a sí mismo.
—Amigo Sancho, de interés es esta cuestión que dices, pues, aunque las ordenanzas la omitan por darla por sabida, no he conocido en todos los libros un caballero que emplee la forma voacé, pues propia es de truhanes, ladrones y demás gentuza cuyas acciones los llevan a galeras o a azotes o, incluso, a la horca. Así recuerdo como el famoso Ginés de Pasamonte, condenado a galeras por ladrón, se dirigió con el trato de «voacé» al comisario que lo interrogaba. Éste, ofendido, amenazó al galeote así: «Hable con menos tono, señor ladrón de marca mayor, si no quiere que le haga callar, mal que le pese».
A lo que respondió Sancho:
—Señor, extráñome de no haber oído si en tales ordenanzas les está permitido a los caballeros andantes tratar a sus escuderos de «villano», «ruin», «bellaco», «descomulgado», «gañán», «socarrón de lengua viperina», «traidor blasfemo», hasta rematar con un «¡Oh, hideputa bellaco y cómo sois de desagradecido…!»-. Todo eso es lo que me llama vuesa merced cuando le alcanza tales locuras como las que están escritas en los disparatados libros de caballería. Ansí sucedió al recordarle que la casa de Dulcinea había de estar en una callejuela sin salida. Mi señor, airado y transpuesto de locura, me llamó «maldito», «mentecato», y no recuerdo si «hideputa» también. Todo por haberme atrevido a dudar de que los alcázares y palacios reales pudieran estar edificados en tales clases de callejuelas.
—No me lo recuerdes, pues fue muy alta ofensa el pensar que mi Dulcinea pudiere habitar en tan impropio lugar. Pero, aun así, arrepentido de esa ofensa me siento, que yo ante todo soy tu padre y protector, hermano Sancho, y sabes que, cuando la templanza lo permite, ofensa alguna sale de mi boca; por el contrario, solo sé decir «Sancho hijo», «hijo Sancho», «Sancho hermano», «hermano Panza». Asímesmo, te he llamado «Sancho amigo». De igual manera, me referí a ti como «amigo Sancho Panza» cuando te prometí, porque es costumbre muy usada de los caballeros andantes antiguos, que te haría gobernador como pago por tu servicio como escudero.
No quedó muy convencido Sancho, pero ahí se acabó el coloquio. A punto de abandonar el camino que los traía desde la majada, vieron acercarse a cuatro hombres a caballo y un carruaje en el que pensaron que alguien importante viajaría. Cuando don Quijote vio que eran gente de paz y preguntó por quienes iban en dicho carruaje, los hombres de a caballo respondieron que se trataba de dos juristas, licenciados en leyes. Al preguntar por sus nombres, dijeron que eran don Joaquín Herrero de Arjona, presidente de la Chancillería de Granada, y don Alfonso Nuevo de Larios, jurista e interventor de la Real Hacienda Castellana, ambos llamados a la Corte. Don Quijote dijo que deseaba conocerlos, pues como caballero andante bien vendría la plática con tales señorías, quienes, más tarde, accedieron, aunque no de buena gana. De lo hablado en dicha plática, que versó sobre el calamitoso lenguaje jurídico, se tratará en el capítulo siguiente.
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